El 17 de octubre de 1945 no es solo una fecha en el calendario de la historia argentina; es, para quienes entendemos la esencia del ser nacional, el día en que la conciencia popular despertó del extenso letargo que impusieron las oligarquías.
No se trata de una efeméride hueca ni de un recordatorio institucional. Es la síntesis, la manifestación viva y vibrante de la voluntad de un pueblo que, por primera vez, supo ponerse de pie y caminar en busca de su destino. En ese suelo, húmedo por las aguas del Riachuelo, y vibrante por el latido de la masa obrera, la Argentina comenzó a forjarse con el hierro candente de la justicia social.
El 17 de octubre no fue una revuelta espontánea ni un acto fortuito del destino, sino la manifestación concreta de la lealtad de un pueblo que había encontrado su conductor en Juan Domingo Perón. El clamor de las multitudes, que en su marcha anhelaban ver libre a su líder, no solo era el grito de quienes reclamaban por un hombre; era el eco de la historia que llamaba a la justicia y a la dignidad de los trabajadores.
Ese día, la ciudad del Buen Ayre, hasta entonces reservada para los caballeros de levita y las señoras perfumadas del barrio norte, fue tomada por los hijos del barro y el sudor. Los descamisados. Aquellos que siempre habían sido ignorados por la alta sociedad. Se hicieron visibles no solo en el cuerpo sino en el alma de la nación.
Muchos podrán decir que el 17 de octubre fue simplemente una movilización obrera, pero nada está más lejos de la verdad. Esa fecha marca el inicio del pueblo como sujeto político, como artífice de su propia historia.
En cada paso que dieron los miles de hombres y mujeres que convergieron en la Plaza de Mayo, se escribía un nuevo capítulo de la patria, uno en el que el trabajador dejó de ser una herramienta para convertirse en un protagonista. Perón lo había advertido en sus discursos, pero fue el pueblo quien lo encarnó con cada grito, con cada bandera improvisada, con cada lágrima derramada en las calles.
Se dice que Perón fue el intérprete del alma nacional, pero no debemos olvidar que fue también el pueblo el que encontró en él la voz que le era negada desde 1853. Ese 17 de octubre, el viejo mito de la Argentina liberal, de la Argentina atlantista, cayó al suelo. Nació una nueva Argentina, mestiza, criolla y popular, una Argentina que, bajo el amparo de la justicia social, el ascenso económico y la ampliación de derechos, sería capaz de mirar de frente al futuro.
Los hombres y mujeres que llegaron a la Plaza de Mayo aquella jornada no lo hicieron convocados por un aparato partidario ni organizados por una cúpula política. Llegaron porque en sus corazones ardía una verdad incontenible: Perón era el único que comprendía sus dolores y anhelos.
Esa jornada histórica selló la alianza indisoluble entre el pueblo y su líder, una alianza que, más allá de las coyunturas políticas, es la piedra angular del movimiento nacional y popular.
Es imposible pensar el 17 de octubre sin evocar la obra y el pensamiento de grandes intelectuales del peronismo como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz. Ellos fueron quienes, en la trinchera de la palabra y el decir, supieron darle un marco teórico y una profundidad conceptual a lo que aquel día significó para la nación.
Jauretche, con su pluma afilada, nos enseñó que la historia oficial, la historia escrita por las clases dominantes, siempre había excluido al pueblo. El 17 de octubre fue la revancha de esa historia negada, el día en que la patria dejó de ser un país de pocos para convertirse en una nación para todos.
Scalabrini Ortiz, con su aguda mirada sobre los resortes del poder económico y la dependencia, supo advertir que aquel grito de los descamisados no era solo un acto de liberación política sino también económica. Porque la lucha por la justicia social es, en última instancia, una lucha por la soberanía nacional. Y soberanía significa que la riqueza de nuestra tierra debe quedar en manos de quienes la trabajan.
Ese día, los ferroviarios, los obreros de las fábricas, los peones rurales, todos ellos se unieron para decir que la Argentina no podía ser más una colonia en manos del capital extranjero y de las oligarquías apátridas. La plaza no solo fue un espacio de reclamo, fue la trinchera desde la cual el pueblo reclamó su lugar en la historia.
El 17 de octubre de 1945 no fue el fin de una lucha sino el inicio de una revolución que se propuso transformar las bases mismas de la Argentina. No bastaba con liberar a Perón de la prisión. La tarea más grande estaba aún por hacerse: la construcción de una patria justa, libre y soberana. Y esa construcción no se haría desde los escritorios del poder tradicional, sino desde las fábricas, los sindicatos, los barrios humildes.
Perón lo entendió mejor que nadie. Sabía que la justicia social no era solo una consigna sino una realidad que debía materializarse en hechos concretos. De allí nacieron las conquistas que forjaron el alma del peronismo: los derechos laborales, el aguinaldo, las vacaciones pagas, las jubilaciones dignas, la protección de la familia y la vivienda. Cada uno de estos derechos fue una victoria del pueblo organizado y cada vez que el pueblo los ejercía, honraba el mandato histórico de aquel 17 de octubre.
No es casual que esa fecha sea recordada como el Día de la Lealtad. Porque la lealtad no es solo un sentimiento de adhesión a un líder o a una causa, sino la expresión más pura del compromiso con un proyecto de país. Y el peronismo, desde su origen, es eso: un proyecto de país que pone al pueblo en el centro, que no se rinde ante los embates del capital extranjero ni las traiciones de las oligarquías.
Hoy, a casi ocho décadas de aquel histórico día, el 17 de octubre sigue siendo una brújula para los militantes que luchamos por una Argentina donde nadie quede afuera, donde el trabajo sea la llave de la dignidad y la justicia social el horizonte de nuestras luchas. No se trata de nostalgia, sino de memoria activa. Porque el peronismo no es solo un recuerdo del pasado, es la lucha permanente por la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación.
Quienes hoy militamos en las calles, en los barrios, en los sindicatos, en las redes sociales, no hacemos más que seguir los pasos de aquellos primeros descamisados que, descalzos y firmes, supieron forjar una patria diferente.
Sabemos que la lucha continúa, que el enemigo sigue siendo el mismo: la entrega, la miseria planificada, la injusticia social. Pero también sabemos que, mientras exista un solo peronista en pie, la bandera de la justicia social flameará en cada rincón de la Argentina.
Porque el 17 de octubre no fue un día; fue, y es, una declaración de amor a la patria. Y ese amor, como el fuego sagrado de los pueblos libres, jamás se extinguirá.