Si nos preguntamos cómo se construye un mito en un pueblo, vemos que es un camino difícil y con múltiples preguntas.
Son esas preguntas que los habitantes del lugar se hacen acerca de la necesidad de crear una leyenda a partir de un personaje de los tantos que todo poblado tiene, los viejos que cuentan que charlaron y fueron parte de su vida y hoy quizás se dan cuenta que era un hombre un poco diferente; los jóvenes que lo ven en imágenes e informes, que aparecen en Internet.
Ante los escépticos que no creen que la existencia de tal personaje merezca nada más que el recuerdo de los que lo conocieron. Y en ese andar se levantan los fervorosos defensores que reclaman una calle con su nombre, una placa de reconocimiento, una plaza de barrio con su nombre, ¿un museo temático? Y tantos otros reconocimientos que pueden surgir de la imaginación y el ahínco de cada uno.
Lo cierto es que Leif Larsen fue un dinamarqués por adopción que llegó a Monte Hermoso allá por el año 1950 a vacacionar y se quedó haciéndolo hasta que su alma regresó al mundo de las almas y su existencia dejó de ser esencia. Ese camino recorrió ese hombre, bohemio para unos, abandonado para otros.
Leif fue el hijo menor de una familia danesa, que se instaló en las primeras décadas del siglo pasado en la localidad rural de Aparicio, conformada por su padre, Pablo Cristian Larsen, y su madre Hingrid Helene.
Nació el 5 de febrero de 1928. Un total de 11 hermanos. Un par de padres con las costumbres de sus tierras con las que criaron a sus hijos: la música, la comida, los festejos, la educación. Ninguno fue a la escuela porque la familia acostumbraba a traer al hogar a maestros que enseñaran a sus hijos.
Por eso, la cultura de Leif era amplia, abarcaba todos los temas: la historia, las ciencias naturales, las ciencias sociales, la matemática y hasta la astronomía. Estudioso de la conducta del hombre, creativo, literato y músico.
Todos lo recuerdan tocando su piano desafinado en el living comedor de su vivienda precaria que alguna vez fue un hogar, allí, en la avenida Argentina. Y junto al piano, las partituras para ejecutar (de música clásica; “a mi me gusta más Mozart que otros”, decía), libros en danés, anzuelos, semillas, plantitas que él cultivaba, acompañando algún vaso de vino tinto olvidado por ahí.
Una vida sencilla, austera; pero no porque no pudiera. Su existencia era eso. Ser para ser. Vivir para disfrutar cada día de la vida. Con sus pasiones, con sus perros (fieles compañeros) y su quinta pequeña que era testigo de la vertical que hacía todo los días, “para llevar sangre a la cabeza” decía.
Un amanecer tempranero. Llegarse a la playa por la bajada de la calle Luzuriaga. Siempre acompañado de los perros. Empujar el bote al agua, con las tanzas con anzuelo para pescar. Sin caña. Nunca pescó con caña. El calentadorcito y la pava para tomarse unos mates mientras disfrutaba de la pesca. El tarro de achique. Y la pesca parado. Siempre parado. Una característica que lo destacaba. Los perros esperándolo. Firmes. Fieles. Compañeros inseparables. Con esa entrega sincera y amorosa que solo tienen los animales. Los que no reclaman nada, solo un gesto de cariño, de acompañamiento. Esos perros que demostraban su alegría cuando empezaban a ver el bote salir con su amo. Un amo conversador, compañero, que les brindaba no solo alimento sino también atención y cariño del puro, del que no pide nada a cambio.
Así llegaba Leif a la orilla. En su clásica espera, los que venían a comprar pescado fresco. Y allí él, con su presencia conversando con cada uno y limpiándoles el pescado, a pedido del cliente. Cada uno de los que tuvo la oportunidad de comprarle puede recordarlo.
Sus ojos celestes brillosos, su risa franca, su energía dispuesta. Ese andar cansino que no era más que para demostrar que no tenía ningún apuro, porque él estaba de vacaciones.
Muchos se preguntan por qué estuvo siempre solo; sin una compañera o un compañero. Y se dice por ahí que un amor frustrado en Aparicio, allá por su juventud, lo hizo desistir de los avatares y de las alegrías del amor. Se quedó solo. Tal vez pensó que no valía la pena penar por una joven que no le era recíproca en cuanto al sentimiento…. Y construir su propia vida solo, consigo mismo, en plena y franca compañía. Con su yo interno y sus ganas de saber, de contar, de preguntar.
Un hombre culto, decían muchos. Porque podía hablar todo el día y cantar sus nanas tradicionales, leer la literatura dinamarquesa recordando y conservando las historias de sus ancestros y aliviando de este modo la nostalgia de aquellos padres que vinieron un día a probar suerte a otras latitudes y aquí se quedaron haciendo su vida, su historia, su fortuna.
Hombre de hábitos sencillos, ideas claras y pocas ambiciones. Nada más que aquellas que tenían que ver con su vida cotidiana. Amable y amistoso. Le gustaba que lo visitaran en su casa, conversar, tocar el piano y tomarse un vino.
Hombre de pasiones humildes. La pesca para él era su vida. Pero antes de eso fue constructor de carreteras y hacía los clásicos bloques de arena que construyeron las viviendas de Monte Hermoso.
El faro Recalada fue su guía, su compañero, su brújula. Las olas que lo invitaron a internarse en el mar y las doscientas remadas para llegar al lugar óptimo para la pesca. En la inmensa soledad del mar.
Quizás en su sitio de encuentro consigo mismo, en el silencio de la humanidad pero en el sonido de la naturaleza. Vislumbrando una y otra vez ese horizonte que era su guía, ese sol que lo acompañó en su recorrido en el sur de la provincia, silenciosa, cálidamente, cobijándolo en su cuna… su bote amarillo.
Un hombre que construyó su impronta que luego lo reconoció no solo por su barba sino también por su nombre. Un hombre íntegro, sencillo, pleno de mansedumbre existencial y destino esperanzado. Un hombre feliz, según sus propias palabras. Tan feliz que su vida fue eso: el mar, la pesca, sus perros, su naturaleza.
Leif era muy sociable. Le gustaba conversar con sus vecinos. Contar anécdotas como todo pescador. Hablar del clima esperado para el otro día, del pronóstico que no estaba escrito en ningún lado pero que su experiencia rara vez le permitía equivocarse.
Supo dar su propia y sensata explicación a aquella muerte masiva de almejas, allá por el año 2000. Defensor del cuidado del ambiente, al punto de sostener que la naturaleza nos ofrecía todo para que tomáramos solo lo que necesitábamos.
Creyente de lo que se podía comprobar: “No creo en la magia, solo creo en lo que veo”, decía mientras frotaba sus piernas fibrosas y con los achaques propios de aquel que vivió para andar y transitar su vida solo sobre ellas. Y en esa definición quizás podamos intuir a un escéptico, tal vez un agnóstico si hablásemos de religión.
Nos preguntaríamos sobre el miedo. Si no creyó en un ser superior, generoso y magnánimo que lo cuidó tantas y cada una de las veces que se internó solo y desprotegido en el medio del inmenso mar y no sintió miedo…. Si no pensó que “algo” más allá del racionalismo lo cuidaba, lo protegía.
Sin embargo, él se definía como creyente de lo que se puede comprobar. Podemos decir, más allá de que si creía en la naturaleza. Tal vez un puro darwinismo. Creía en el equilibrio de la naturaleza y en la magia y perfección de su funcionamiento. Sostenía que las cosas tenían una matriz y que el mundo funcionaba con el fino equilibrio de un reloj: perfecto, sensible, sin errores. Que la naturaleza era sabia y por eso el mundo existía como tal. Sin mayores preguntas, con la perfección de lo que no fue tocado por el hombre. Cientificista y escéptico. Puesto en otras palabras, sencillo pero observador, pensador y en la constante búsqueda de respuestas al por qué de las cosas y su sincronización para que funcionen sin errores.
Uno cree que el día es eterno cuando la tecnología no nos acompaña. Uno tal vez se pregunta cómo eran los días de Leif Larsen, un hombre solitario que transcurría su jornada con su vida sencilla, sin agregados, sin preocupaciones, sin cuestiones económicas o moralistas que le opaquen o preocupen su cotidiano devenir.
Y la respuesta es sencilla: un hombre sano, tranquilo, culto y soñador. Y esta es la respuesta a por qué se construyó como una leyenda en este pueblo. Un bohemio soñador, que pierde su mirada clara y refulgente en el horizonte de la inmensidad del mar. Como si sus propios ojos fueran la mismísima lámpara que ilumina el horizonte marino desde el Faro Recalada. Erguido –como este- en su sabiduría y fortaleza. Con la fortaleza y poder que otorga la sapiencia.
El ser y conocer, para saber y construir. Aunque lo que se construya parezca poca cosa…. Apenas una vida sencilla, una mente inquieta y un corazón soñador. Así se construye una leyenda.
Algunos, aquellos que no creen que se merezca esta categoría, deberían enfrentar el desafío de preguntarse qué es para ellos un personaje. Quién es el protagonista. Para mí, el protagonista es usted… en este caso usted señor Leif Larsen; que supo escenografiar nuestra costa marina con su insustituible presencia, que llenó tiempo y preocupación en aquellos que estudiaron su vida, que completó informes en investigaciones escolares acerca de su vida, que enseñó que se puede ser feliz con poco, pero que ese poco tiene valor soberano porque es el poco que uno mismo eligió.
Un hombre que no le pidió nada a la vida y que le dio su ser y existir junto a los otros que fueron parte de su magia. Un hombre de risa generosa, tez curtida por el sol, brazos fuertes e inteligencia despierta.
Un hombre nostálgico y cálido, que sabía encontrarse a si mismo en la cultura de sus propias raíces y en la alegría de un tintillo en la soledad del día o de la noche. Un hombre que construyó sin privilegios ni pompas ni exigencias su propia vida junto al mar. Justamente, junto a un elemento tan grande y poderoso que nos convierte en insignificantes seres a sus orillas.
No se cómo se construye una leyenda. Pero pensé mucho en Leif cuando hoy me crucé con un humilde botecito amarillo, que tenía escrito en la proa, con letras negras de mano temblorosa pero orgullosa: “El gran Leif”. Con la misma humildad de Leif, pero también con su mismo coraje y entereza para meterse cada día en el mar y ser una parte –aunque sea mínima- de las historias de este pueblo.
Muy bueno lo de Leif Larsen.