¿“Originarios” de dónde? Se pregunta Carlos Manfroni en el título de un análisis que, con su firma, publicó el periódico capitalino La Nación el pasado 23 de junio.
No se puede invocar la condición de nativo cuando pasaron generaciones de indisoluble y beneficiosa mezcla; no se puede utilizar la Justicia de un Estado cuya soberanía se desconoce, aunque se especule con la traición de los magistrados, dice la nota en su bajada, cuyo contenido reproducimos de modo textual a continuación.
Existe una arraigada tendencia a pensar que lo que hoy es el territorio americano representaba una especie de paraíso terrenal antes de la llegada de los españoles, quienes, de acuerdo con esa convicción, vinieron a traer todos los males al continente y a avasallar a los pacíficos pueblos originarios que, hasta entonces, vivirían en una relación de armonía con la naturaleza.
Es una lástima que los programas de estudio no suelan enfocarse demasiado sobre la historia de las culturas precolombinas. En realidad, no suelen enfocarse demasiado sobre la Historia.
Los llamados “pueblos originarios” poseían el mismo espíritu de conquista respecto de otras comunidades americanas que el que impulsó a numerosas naciones de los cinco continentes a avanzar sobre otras a lo largo de los siglos.
Por tanto, esto de “originarios” es bastante relativo. ¿A cuántos pueblos sometieron los incas? En el lenguaje coloquial, es común hablar del imperio incaico, pero en este caso no se atribuye al término “imperio” el sentido negativo con el que suele utilizarse cuando se refiere a la cultura europea.
En los alrededores de lo que actualmente es la capital de Perú estaba asentada la cultura de los limas desde el comienzo de la era cristiana. Todavía se ven allí las pirámides de adobe que ellos construyeron. Aparentemente, ese pueblo, que podría haber sido el originario –quién sabe– y, en todo caso, muy anterior a los incas, se disolvió por agotamiento de su capacidad vital. Sin embargo, gracias a la violencia y a las cabezas cortadas y clavadas en picas, para cuando llegó el español Francisco Pizarro, en el siglo XVI, el imperio incaico se había extendido desde el sur de Colombia hasta el norte de Chile. Para no pocas etnias, la llegada de los españoles habrá representado un alivio, más que una situación traumática. De otro modo, no se explicaría cómo Hernán Cortés pudo triunfar sobre Tenochtitlan, hoy ciudad de México, con un ejército compuesto en un 99% por pueblos aborígenes de la región; es decir, menos del 1% de españoles.
La idea de que los indígenas aliados con Cortés traicionaron a sus hermanos aztecas es una elaboración del progresismo europeo. No había tal hermandad ni existía, siquiera, un concepto de “lo indígena”, como sostienen no pocos historiadores, sino alrededor de 50 pueblos que, hartos de soportar el avasallamiento de los mexicas, se rebelaron. Cortés solo tuvo la habilidad de organizar la alianza para esa rebelión.
Algo parecido, aunque de menor intensidad y con mayor extensión en el tiempo, ocurrió en lo que hoy es el territorio de Bolivia, con las permanentes confrontaciones étnicas. Allí, los caciques sakaka sostuvieron un pacto implícito con la corona ante el riesgo de su derrumbe frente a sus seculares enemigos, los kirkyawi.
Existen trabajos historiográficos que recogen con detalles las demandas judiciales de las que ellos se valieron, como por ejemplo un amparo que, en 1646, José Villca, gobernador y cacique del pueblo de San José de Sakaka, presentó a la Real Audiencia de Charcas para las tierras “de los naturales de Aransaya y Urinsaya del ayllo Jilavi y Chaiquina”.
La historia “políticamente correcta” resta importancia a la crueldad que ciertas civilizaciones ejercían sobre otras, antes de la llegada europea; una indiferencia que, por un lado, está dirigida a mostrar que los únicos malos eran los españoles, pero que en realidad tiene un sentido racista, como lo tiene el hecho de reunir a todos esos pueblos bajo el concepto de indios o aborígenes.
La subestimación de aquellas guerras precolombinas responde a la idea de que, en definitiva, todo eso era “cosa de indios”, “algo que a nosotros no debe interesarnos”.
Con el mismo espíritu racista, el mundo ignoró el genocidio de Ruanda (¡en 1994!) y observó con indiferencia cómo los hutus exterminaban al 70% de los tutsis y violaban a casi 500.000 mujeres. Pero, claro, era una matanza “entre negros”, y a la cultura de la posmodernidad únicamente le interesan las violaciones a los derechos humanos que se le puedan atribuir a la civilización judeocristiana.
Está claro que las civilizaciones precolombinas, a la distancia, inspiran cierto romanticismo. Hasta Rubén Darío compuso una poesía a Caupolicán, el famoso cacique araucano –hoy mapuche– que fue ejecutado por empalamiento, una muerte cruel y horrible, por parte de los conquistadores. Lo que el poeta nicaragüense omite en sus versos, porque la cultura de su época lo daba por sabido, es que el gran tronco de árbol que Caupolicán cargó sobre sus hombros durante dos días y dos noches representó una exigencia de sus propios jefes mapuches para reconocerle el liderazgo.
Y lo que la leyenda antieuropea calla, y no precisamente porque lo dé por conocido, es que Pedro de Valdivia, el gobernador de Chile y fundador de sus principales ciudades, tras ser derrotado en una emboscada por los mapuches, murió despellejado y devorado vivo por ellos.
Los incas, a pesar de su bravura, se asombraron de la crueldad y la falta de reglas de los mapuches, de quienes sostenían que no respetaban autoridad, ni siquiera la paterna, y por eso ellos no pudieron llegar más allá del norte de Chile, donde los araucanos les pusieron freno.
Sobre la llanura pampeana se extendían, precisamente, los pampas, los que según algunos especialistas formaban un solo pueblo con los puelches. Al sur del río Chubut estaban los tehuelches y, en Tierra del Fuego, los onas, muy cerca de los yaganes, en la zona de las islas próximas a los canales, como el de Beagle.
En lo que hoy es Mendoza, habitaban los indios huarpes. El hecho de que los mapuches hayan realizado innumerables incursiones hacia este lado de la cordillera, atacado y a veces dominado a otras poblaciones aborígenes, no los convierte en pueblos originarios. En todo caso, son tan originarios como los criollos que después lucharon contra ellos y les ganaron. Punto.
Como escribió Friedrich Nietzsche, la historia no se puede hacer volver hacia atrás como si fuera un tornillo. ¿O alguien imagina que un grupo se auto perciba parto y reclame tierras a los iraníes; o que se considere sabino y dispute las colinas a los romanos? Por eso no tiene sentido hablar de “pseudomapuches”. Falsos o verdaderos, no son originarios; pero, sobre todo, no tiene sentido en estas tierras, donde los españoles se mestizaron con los nativos formando así una sola nación.
No se puede invocar la condición de nativo cuando pasaron generaciones de indisoluble y beneficiosa mezcla. Pero, sobre todo, no se puede utilizar la Justicia de un Estado cuya soberanía se desconoce, aunque se especule con la traición de los magistrados. O se reconoce la autoridad del Estado argentino o se la impugna desde la condición de enemigo.
Está claro que en todos lados, pero especialmente en la Argentina, existe una vocación indeclinable por favorecer al enemigo mientras no se meta en nuestro metro cuadrado. Es la causa principal de nuestra decadencia, es el negocio de los traidores a la nación y es la tendencia escatológica a ensuciar la mesa donde se come, por expresarlo en términos adecuados a estas páginas.