Hace años que le dimos asilo a Alejo. Llegó un día con una mezcla de esperanza y desamparo en su rostro. Alejo es un perro que hoy ya tiene once años, está ciego pero sigue siendo el mismo perro encantador al que rescatamos del abandono.
Apareció en la puerta del taller donde yo trabajaba y allí le dimos abrigo y un hogar. Ninguno de los empleados podíamos llevárnoslo a casa y por eso se instaló allí y resultó ser un excelente compañero de tareas que alegraba nuestros días.
Los fines de semana nos turnábamos para darle de comer y hacerle un poco de compañía. Alejo se convirtió en uno más de nosotros, en un amigo al que todos queríamos por igual.
Un día, triste por cierto, nos avisaron que el taller cerraría y más allá de que cada uno de nosotros debiera buscar un nuevo trabajo, debíamos buscarle un nuevo hogar a Alejo.
Todos estábamos preocupados por nuestro trabajo y nuestras familias, pero también nos preocupaba y mucho nuestro amigo, ese perro viejito y ciego que era un sol y al que no podíamos abandonar, ni queríamos hacerlo.
Habíamos pegado cartelitos por la zona, fuimos a las veterinarias más cercanas, le preguntamos a amigos, familiares y conocidos, pero no tuvimos suerte. Imagino que muchos debieron pensar que resultaba poco tentador hacerse cargo de un animal viejo y ciego. Lo que nadie sabía o imaginaba siquiera es que Alejo irradiaba luz propia y podía hacer feliz a quien le diera un hogar.
La vida da sorpresas y así como Alejo apareció hace años en el taller, un día apareció un ángel disfrazado de anciano a quien yo había visto alguna vez caminar con paso lento por el barrio.
Se acercó a preguntar algo que ya no recuerdo, pues cuando lo vi, el alma me dio un vuelco.
– Es él, me dije.
Cuando se lo comenté a mis compañeros de trabajo, creyeron que había enloquecido.
– Es un anciano, no puedes darle la carga de tener que cuidar a un perro.
Algo me decía que Alejo no sería una carga para el abuelo sino que por el contrario, pero por prudencia no hice lo que me dictaba el corazón que era ir a buscar al anciano. No hizo falta de todos modos. Ese ángel disfrazado volvió al día siguiente con los ojos llenos de esperanza.
– Tengo entendido que no le han encontrado un hogar a este viejo perro, dijo sonriendo.
– No aún abuelo, contesté amablemente.
– No busque más mi hijita, ya lo tiene, se vendrá conmigo no más, entre viejos nos entenderemos de maravillas.
– Disculpe abuelo –interrumpió un compañero de trabajo– Alejo es ciego, si bien se arregla solito, digo, por ahí es una carga para usted. ¿No le parece?
– No mi hijito, la verdad no me parece. Yo tampoco veo bien y tengo el paso lento. Estoy solo y necesito compañía, ambos nos necesitamos.
– ¿Está seguro abuelo? insistió mi compañero.
– Muy seguro. Quédese tranquilo muchacho que no le pediré al perro que me lea el diario, ni que corramos carreras, nos arreglaremos perfectamente. No se hable más del asunto.
Y no se habló más porque no hicieron falta las palabras. Alejo se levantó del suelo donde dormía cómodamente y sabiendo perfectamente dónde estaba su nuevo amigo, se le acercó lamiendo su mano.
– Bueno amigo, no te ofreceré lujos, pero verás qué cómodos estaremos los dos, dijo el abuelo feliz.
Cada uno de nosotros se despidió de ese tan querido amigo con una mezcla de sentimientos, pena por tener que darlo, felicidad porque había encontrado un hogar y miedo de estar dejando que el anciano cometiera un error.
El error lo estábamos cometiendo nosotros en dudar, de eso nos dimos cuenta con el tiempo.
Alejo y el abuelo se entendieron de maravillas, se acompañaron, caminaron juntos con el mismo paso lento que los años le habían dado a ambos y se disfrutaron mutuamente. El abuelo no volvió a sentirse solo, Alejo tuvo un hogar de verdad, un hogar en serio.
Y para cuando el taller cerró, todos habíamos aprendido mucho, no solo a empezar de nuevo, a entender que la vida quita y luego vuelve a dar, sino a revalorizar la vejez. Nos dimos cuenta que nunca es tarde para dar amor, para cuidar de alguien, para acompañar y sentirse acompañado.
Y sobre todo, que cuando el paso se vuelve lento, siempre es mejor que lo acompañe el paso de otro que vaya a nuestro ritmo.
Autora: Liliana Castello
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Este cuento sencillo relata quizás de algún modo la historia de tantos perros abandonados, aunque este con un final feliz.
Las páginas de Facebook están inundadas de perritos abandonados, que han tenido amos (ya que tienen collar) y de tantos otros que transitan día tras día las calles mendigando comida y por las noches buscando un lugar protegido para dormir.
Una tristeza infinita los invade, a la par de la insensibilidad de la gente que los ve y los expulsa de la sociedad en un claro gesto de no inclusión, al momento que no son capaces de colaborar con esa vida natural y llena de fidelidad que se merece un hogar.
Los perritos abandonados, a los que cariñosamente denominamos “callejeritos”, reflejan muchas aristas tristes y egoístas del ser humano. La falta de sensibilidad, un tema que a veces excede a la acción de los colaboradores anónimos o que son parte de alguna asociación y que colman las calles de nuestra ciudad, convirtiéndose también en un riesgo por las enfermedades que portan, porque a veces atacan cuando se sienten atacados, que corren autos, motos y bicis porque nunca tuvieron otra cosa que hacer en la vida, no son importantes para nadie y su vida solo está colmada de soledad y desamparo.
A veces nos preguntamos por qué se extravían tantos perros, muchas familias pidiendo por sus pichichos perdidos. Reflexionamos también sobre –quizás– la falta de cuidados que impidan que se pierdan; en algún punto esos “descuidos” nos hablan claramente del desinterés y la falta de enseñanza a los niños de la familia acerca de la importancia de cuidar a su mascota. Y con más sentido aún, cuidar tu perrito, que te será fiel toda la vida a cambio de nada, o quizás, aunque solo sea a cambio de una caricia.
Ese animalito que te esperará horas y horas a que vuelvas de tu rutina y se alegrará tanto, así hayan pasado diez minutos de que te fuiste, que te mostrará un amor tan sincero y con tan poca pretensión, que aun nos hace pensar por qué tu perro se perdió.
Y en estos lugares turísticos, como nuestra ciudad, el irse del lugar habiendo perdido su perrito. Irse sin preocuparse de su destino. O en otros casos, familias que se mudan y dejan su perrito tirado en la casa que desocupan.
Pero también hay muchísimas anécdotas como las del cuento. Perritos que encuentran un ser humano generoso que los acoge y les brinda calor de hogar, preocupación y amor. Humanos que se sensibilizan con perritos que tienen hogar pero no son alimentados, y ahí van las manos generosas de los proteccionistas a darles de comer, a vacunarlos (ahí, en la calle) y muchas veces les sacan un turno en las castraciones gratuitas para alargarles la vida.
Un tema de preocupación que es abordado hasta donde las autoridades pueden, hasta donde el cansancio y el presupuesto de las asociaciones de animales del lugar les permiten, pero con una tarea que no tiene fin.
Cuidar nuestra mascota. Ser generosos y adoptar perritos de la calle. Buscarles una familia que los ame. Vacunarlos. Castrarlos. Si cada uno de nosotros somos capaces de dar un poquito, probablemente el asunto de los perritos abandonados mejoraría. Y de seguro nos sentiríamos mucho mejor con nosotros mismos. Es una esperanza que si se efectiviza, nos mejoraría como sociedad.