Cinematográfico relato de Natalia Di Martino en otra de las sagas que publica en su blog de Facebook “Huellas” sobre la apasionante vida de su padre, Vicente, creador del Museo de Ciencias Naturales de nuestra ciudad que lleva su nombre.
Ella misma, su madre y Atún (el perro) protagonizan este episodio novelesco de la porfiada exploración arqueológica de Dim, que tituló “Monte Hermoso 1981. En búsqueda del chasicoterio”.
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En la obsesión de mi papá de ir tras los pasos y teorías de Darwin o de Florentino Ameghino, comenzamos con los preparativos para partir en búsqueda de un mamífero fósil llamado chasicoterio.
Esta sería nuestra primera excursión al arroyo Chasicó (Río Negro).
Tomamos todas las precauciones necesarias.
Dos carpas, una para nosotros y la otra para guardar las cosas (la comida, la ropa, las ollitas de aluminio, la garrafita con anafe para cocinar, el farol a kerosene, las dos tabletas de chocolate Águila, el de taza y el amargo, mi memotest, el bolso verde de mi papá lleno de bolsillos y los picos)
El Mehari a tope y emprendimos viaje.
Mi papá, mamá, Atún (el perro) y yo.
Cruzando por el camino algunas copetonas, viendo algún que otro ñandú corriendo al costado, entramos en un camino que era algo similar a… como yo me imagino el paraíso.
Dim lo llamó «La melena». Tenía sauces llorones a ambos lados del camino, gigantescos, que reflejaban el sol entre sus hojas haciendo que pareciera que había una lluvia de lucecitas, semejante a miles de campanitas de Peter Pan por todos lados.
En uno de los costados, luego de los sauces, se podía ver el arroyo con cascadas y a ambos lados de este las rocas y barrancas que mi viejo tanto deseaba explorar.
Llegamos un atardecer de un día soñado, de cuento.
Había que ver el lugar apropiado para acampar.
Mientras Atún encontró por ahí una lagunita y se dedicó a nadar, que era su gran pasión (de allí su nombre), intentando agarrar alguna nutria, yo juntaba plumas de loro que me llamaban la atención por los hermosísimos y variados colores.
Y he aquí la brillante idea de mamá: «Acampemos al lado del arroyo para escuchar como corre el agüita a la noche…”
Mi papá le explicó que si llegaba a llover, el arroyo crecería, a lo que ella respondió: «Pero Dim… si no se mueve una hojita…»
Fue así como bien cerquita del arroyo armamos las dos carpas.
Descargamos el Mehari que quedo arriba de la barranca, comimos, jugamos un rato a hacer sombras de animales con las manos y nos metimos en las bolsas de dormir, ya que había que juntar energía para caminar mucho al otro día.
A eso de las 2 de la madrugada comenzó el caos.
Viento huracanado de 140 kilómetros por hora y una lluvia tan pero tan intensa que no lográbamos ver adonde empezaba o terminaba la orilla del arroyo.
Mi viejo sostenía uno de los parantes de la carpa y mi mamá el otro para no volarnos.
En eso, por una de las ventanitas de la carpa pudimos ver como pasaba volando a toda velocidad la otra carpa adonde estaba la comida y la ropa.
Atún, por suerte, dormía en el auto y aunque debía estar asustado seguro la estaba pasando mejor que nosotros.
Mis papás seguían sosteniendo los parantes y de pronto trrrrrrrrrrrrraaaaaaaaaaa, la furia del temporal abrió la carpa al medio.
Papá me alzó y salimos corriendo a toda velocidad hacia donde estaba el Mehari. Al intentar subir la barranca se resbalaba ya que había transformado todo en un barrial. Con mi mamá empujando de atrás logramos llegar al auto, que se mecía como hoja al viento.
Yo no se si alguna vez en mi vida, escuché a mi papá putear tanto y tan fuerte.
– ¡Mañana nos vamos de este lugar de mierda y no volvemos en la reputísima vida!!! decía a los gritos.
La tormenta fue calmando a medida que comenzaron a aparecer los primeros rayos de sol.
Como si nunca hubiese pasado nada, comenzó de nuevo la lluvia de lucecitas en aquel camino de los sauces llorones, el arroyo calmo… vuelta a la postal paradisíaca.
Pero qué postal ni postal… el viejo salió del auto enfurecido, estaba tan tan enojado como jamás lo volví a ver.
Bajó esa barranca tan rápido como sus piernas le permitían, a buscar los restos de las carpas.
Aun estábamos empapados pero por suerte el sol matinal ayudaba bastante. Con mi mamá y Atún intentábamos seguir el largo y enfurecido tranco del Dim.
Luego de caminar unos kilómetros, divisamos a lo lejos la carpa de la comida y la ropa.
Al llegar a ella pudimos recordar que habíamos dejado una lata de aceite para el auto, abierta en su interior.
Así cerrada como estaba, ya que la carpa se voló pero no se abrió, la levantamos uno de cada extremo y chorreando aceite la llevamos hasta el auto.
Mi papá no emitía sonido alguno y esa cara de culo no se las podría describir nunca.
Fuimos en búsqueda de la otra carpa, la nuestra, la que estaba partida al medio.
Papá comenzó a enrollarla.
La lluvia había limpiado el sedimento.
A medida que enrollaba y enrollaba la carpa pude ver cómo sus ojos se iban iluminando…
Allí estaba… asomando las muelas como diciendo ¡acá estoy!.. el chasicoterio, justo justo debajo de la carpa donde horas antes estábamos durmiendo.
– Me quedo, dijo mi viejo.
Gracias a Dios en un momento de lucidez, dándose cuenta de que no teníamos ni comida ni ropa, le sugirió a mi mamá que nosotras volviéramos a Monte Hermoso y lo fuésemos a buscar cuando quisiéramos.
Esta historia continúa, pero fue el comienzo de años y años de aventuras inolvidables, excursiones con amigos, y mucho pero mucho más.