Esta circunstancia sanitaria mundial nos ha obligado necesariamente a enfrentar y salvar varios desafíos. Uno de ellos –y no menos importante- fue la educación.
Una educación formal cuestionada, interpelada, criticada y me animaría a decir poco valorada. Que se enmarca en rituales desgastados pero que tuvo que saltar la brecha entre el docente del siglo pasado en la escuela del siglo antepasado con les estudiantes digitales de hoy.
Y ahí salió a hacerle frente a la situación y con pocos o muchos recursos, con una capacitación insuficiente pero con una voluntad y entereza insuperable, puso en marcha un sistema educativo digital que no perdiera el objetivo: la formación de los chicos. La acreditación de saberes es otro tema. Podríamos decir que es ítem institucional y formal que garantice en los papeles la aprobación del año.
Pero hoy quiero hablar del maestro. De ese ser inmenso que cada mañana cuando atraviesa la puerta de ingreso a “su” escuela deja detrás de si su vida personal para ser exclusivo para sus alumnes en ese tiempo que está en la escuela.
Después vienen las tareas desde casa, las capacitaciones, las planificaciones, el material didáctica, los recursos, las guías de trabajo, la corrección, las hojas y hojas de informes y la taxativa evaluación ponderatoria en el modo que sea.
La pregunta de hoy es: ¿y qué hicimos con el guardapolvo?
El guardapolvo aún blanco, que le ganó la pulseada –por lo menos en el nivel inicial y en el nivel primario- al desafío rebelde de dejar de usarlo en secundaria. El guardapolvo blanco que nace con un espíritu realmente igualitario, que solo permitía las diferencias debajo de él, pero que ponía a todos los niños y docentes en una igualación suprema insuperable.
Ese guardapolvo blanco que hizo a todos sentirse iguales, con iguales derechos e iguales oportunidades. Ese guardapolvo blanco que siempre fue símbolo de respeto, carta de presentación que lucen con orgullo las maestras y referente insustituible de la escuela pública.
Hoy me pregunto cómo se sintieron las ahora “seño” cuando dictaron sus clases online sin el guardapolvo blanco, símbolo de la labor escolar. Cuando siguieron con responsabilidad y esmero planificando sus clases para la virtualidad.
Cuando se conectaron una y otra vez con supervisores para escuchar y evacuar dudas. Cuando se reunieron a través de la virtualidad con padres y compañeros para explicar las tareas y poner un paliativo a la no presencialidad. Cuando se encontraron emocionados con las caritas de sus alumneos a través de una pantalla pero sin el guardapolvo blanco.
Me pregunto cómo se sintieron sin ese símbolo enorme de escuela, tiza y pizarrón.
Seguramente con ese mismo vacío inmenso que ninguna clase virtual pudo reemplazar a los bracitos extendidos de los más peques y a la identificación del alumno en todo su trayecto escolar en la escuela primaria.
El guardapolvo blanco. El que este año sigue colgado impecable en el placard, tal vez quizás -él también- esperando el ansiado momento de la vuelta a la escuela.