“No paso un solo día sin cruzarme con una referencia a tu novela El amor en los tiempos del cólera o la peste del insomnio en Cien años de soledad. Es imposible no pensar qué te hubiera parecido todo esto. Siempre te fascinaron las plagas, reales o literarias, así como las cosas y las personas que retornan”.
Rodrigo García. The new York Times, 6 de mayo de 2020.
Por esta razón, ni bien comenzó la cuestión del dengue, decidí releer El Amor en los tiempos del cólera, a 39 años de su lanzamiento y diez de la desaparición física del autor. ¿Cuál es la vigencia de esta maravillosa novela hoy frente al dengue?
En principio, nos replantea diez analogías o cuestiones esenciales.
Las deficiencias de infraestructura ante la epidemia, que en once semanas causó la más grande mortandad de la historia: el cementerio fue desbordado y no quedó sitio disponible en las iglesias. El aire de la catedral se enrareció, fue necesario habilitar como cementerio el huerto de la comunidad. Más encarnizada con la población negra por ser numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo ni miramientos de colores o linajes. El doctor Urbino tenía como obsesión el peligroso estado sanitario de la ciudad: apeló a la construcción de alcantarillas y luchó para que las basuras se recogieran dos veces por semana.
Decía Juvenal Urbino: «cómo será de notable esta ciudad que tenemos cuatrocientos años de tratar de terminar con ella y todavía no lo logramos». Sus amigos notables se compadecían de su pasión ilusoria.
La insensatez testaruda de la clase política, nos retrata una ciudad y un país arrasado por una guerra civil inconclusa, con un antagonismo entre liberales y conservadores, que le hacen decir a Juvenal que un liberal es lo mismo que un conservador, solo que mejor vestido. ¡Muestra la debilidad endémica de una clase política incapaz de gestionar lo previsible! El doctor, como cualquiera de nosotros, es un pacifista partidario de la reconciliación definitiva, por el bien de la patria.
La permanencia de convenciones sociales básicas. El doctor podría haber sido considerado un aristócrata, y sin embargo dos actos lo descalifican: se mudó a una casa nueva en el barrio de los nuevos ricos, en vez de permanecer en la antigua mansión familiar. El hecho más desafiante fue casarse con una mujer de pueblo sin fortuna, terca, poco afecta a los dictados de la sociedad, que al volver de Europa se trajo seis baúles con objetos totalmente inútiles.
La objetividad de un humor irreverente, el relámpago del amor a Fermina Daza había sido fruto de una equivocación clínica. Ella presentaba los síntomas del cólera, el doctor fue a visitarla alarmado que la peste hubiera entrado en la Ciudad Vieja. La casa, a la sombra del Parque de los Evangelios, destruida como todas, sin embargo, con un orden y una luz que parecía de otra edad del mundo. Juvenal pensó que una casa como aquella era inmune. Lo fue: la joven padecía una infección intestinal alimentaria.
En la luna de miel, caminaban por París cuando observaron que de la Librería del Bulevar de los Capuchinos salió elegante y distinguido Oscar Wilde. Juvenal se detuvo y su esposa quiso que le firmara el guante. Él se opuso, incapaz de sobrevenir a la vergüenza dijo: «si tú atraviesas esa calle, cuando regreses aquí me encontrarás muerto».
Cuando describe la entrada de Fermina en su nueva casa de La Manga, lo hizo con el hijo bien criado, la suegra muerta, el marido recuperado y una hija que nació a los cuatro meses. En el banquete, ella saboreó puré de berenjenas, que tanto odiaba cuando cocinaba su suegra. Desde entonces, se las sirvieron en todas las formas posibles, tanto que el doctor repetía que quería tener otra hija para ponerle de nombre Berenjena Urbino.
El respeto reverencial por la muerte. El día de Pentecostés el doctor Urbino tuvo una revelación. Después de años de familiaridad con la muerte, se atrevió a mirarla a la cara. No le tenía miedo. No, era la sombra de su sombra. Aquel día él había visto su presencia física, cuando infelizmente queriendo agarrar al loro, resbalo de la escalera. Se dio cuenta que se moría sin la comunión, sin tiempo de arrepentirse ni despedirse, a las cuatro y siete de la tarde del domingo de Pentecostés. La casa entró bajo el régimen de la muerte; Fermina le rogó a Dios que le concediera un instante (que él supiera cuanto lo había querido), pero tuvo que rendirse. ¡Qué absurdo! La muerte no tiene sentido del ridículo, sobre todo a nuestra edad, acotó. Fue una muerte memorable. El doblar de las campanas sorprendió a Florentino Ariza, que, en los embates del amor recién terminado dijo: ¡Carajo!! ¡Tiene que ser un tiburón muy grande!! para que lo doblen en la catedral.
El rol de la mujer. El autor reivindica la condición del matriarcado, sus personajes femeninos son fuertes, tercas y muy decididas: Tránsito Ariza una madre soltera, que vive la inseguridad, a la que se suma la locura en la vejez. La señora Urbino, una mujer que se consumió en el dolor de la viudez, pero preponderante en la vida de su hijo. Fermina Daza, una idolatra irracional de las flores y la exuberancia, desafiante fumaba al revés con el fuego dentro de la boca, a escondidas por el placer de la clandestinidad.
La aceptación de la infidelidad. Fue su olfato admirable, que era hasta un sentido de la orientación, lo que le marco una advertencia. Por pura rutina olfateando Fermina entrevió la infidelidad de su esposo. Los repentinos cambios de humor: evasivo e inapetente en la mesa y en la cama. Pero lo que la sacó de dudas fue que no comulgó en Corpus Christi. Nunca pensó sufrir tanto por algo tan contrario al amor. Juvenal había sucumbido a una mulata típica: altiva, de huesos grandes, con ojos color de melaza: Bárbara Lynch. Los celos no conocían su casa, entraron después de treinta años de vida conyugal.
Él tuvo una determinación obstinada; jamás volvió a verla y a las cinco hizo un acto de contrición. A la noche cuando se arrodilló en su altarcito, exclamó: «¡creo que me voy a morir!». «¡Sería lo mejor!», respondió Fermina y le deseó la muerte. De madrugada él se lo contó todo, ella envejeció al instante, mientras lloraba lágrimas salobres.
La contaminación ambiental del río Magdalena. El autor lo recorría en sus viajes de Barranquilla a Bogotá observando su deterioro. Para narrarlo, usó el recurso de dos viajes el primero cuando Florentino asume su puesto de telegrafista, en el segundo, los barcos se atascaban, hasta que cesó el servicio de los buques fluviales.
La transición del duelo. Fermina quería volver a ser ella misma, recuperar lo que había tenido que ceder en medio siglo; ¿quién estaba más muerto, el que se había ido o la que había quedado? Pero no lograba eludir la presencia del marido muerto, tropezaba con él, hasta que quemó todo lo que le había pertenecido. Después del incendio no solo lo seguía añorando, incluso extrañaba los ruidos que hacía al levantarse. Con asombro, comprobó que le había bastado un año para admitir su viudez: el recuerdo dejó de ser un tropiezo, para convertirse en orientación.
La reivindicación del amor. La novela es un estudio pormenorizado del mismo, desde el amor platónico de Florentino Ariza, (un sentimiento al borde de la enfermedad, con síntomas de cólera) hasta el amor templado de Juvenal Urbino, el hombre más codiciado de la ciudad. Pasando por la evolución de Fermina que se casó por inseguridad, pero a través del equivoco se volvió mujer, madre y viuda. Describe un amor real que no oculta las crisis de su desarrollo, hasta que se volvieron un mismo ser, dividido en dos cuerpos.
García Márquez se inspiró en sus padres, pretendió escribir un tratado médico sobre el amor. El amor convertido en un personaje, en un viaje eterno; hasta la vejez cuando, después de cincuenta años, cuatro meses y nueve días Florentino y Fermina se atreven a vivirlo.
Que seamos valientes para recorrer los vericuetos del amor en tiempos del dengue. Ello, nos permitirá salir, siendo mejores.