El 24 de marzo no debe ser solo una jornada de memoria, sino un recordatorio de que la lucha por la autodeterminación sigue vigente. Descolonizar la política, la cultura y la economía es la única alternativa frente a un sistema que sigue considerando a la América Hispana como territorios a dominar.
El golpe militar de 1976 es un episodio clave dentro de un patrón más amplio de colonialismo occidental. No fue un hecho aislado, sino parte de una estrategia recurrente en la que potencias extranjeras, mediante tácticas híbridas, intervienen para reconfigurar Estados según sus intereses.
Desde la desestabilización del gobierno peronista de Isabel Perón hasta la Primavera Árabe y el conflicto en Ucrania, la lógica se repite: operaciones económicas, mediáticas y militares destinadas a quebrar proyectos soberanos y someter a las naciones a una red de dependencia.
El golpe de 1976 no fue improvisado. La articulación entre sectores liberales del ejército y actores externos, liderados por Londres, tuvo como objetivo desmantelar un modelo económico que fortalecía al movimiento obrero y limitaba la penetración del capital transnacional. La Confederación General del Trabajo (CGT), símbolo de esa resistencia, fue un blanco central de la represión. La dictadura, además de eliminar la militancia política y sindical, reconfiguró la economía bajo un esquema de endeudamiento con el FMI, facilitando el extractivismo, la desindustrialización y la subordinación del país a la arquitectura financiera internacional.
Matriz global
Esta matriz de injerencia no es exclusiva de Argentina. La Primavera Árabe, iniciada en 2010, siguió un libreto similar: movilizaciones legítimas fueron infiltradas y cooptadas por potencias occidentales para derrocar gobiernos incómodos –como en Libia y Siria– e imponer regímenes funcionales a sus intereses.
Medios de comunicación globales, ONG financiadas desde el exterior, y presión diplomática sirvieron como herramientas de legitimación, igual que en los años de 1970, cuando la prensa justificó la dictadura argentina bajo la narrativa de la «lucha contra la subversión».
El conflicto en Ucrania, particularmente en Donbás, revela otra faceta de este manual. Desde 2014, la región ha sido escenario de una guerra proxy donde Rusia y Occidente disputan influencia. La anexión de Crimea y el apoyo a los separatistas por parte de Moscú responden a una lógica de balcanización, la misma que aplicaron Estados Unidos y la OTAN en Medio Oriente y América Hispana: fragmentar territorios, debilitar Estados soberanos y asegurar el control de recursos estratégicos. No es distinto a lo que sucedió en la Guerra de Malvinas (1982), donde Londres reforzó su dominio colonial en el Atlántico Sur, apoyado por su alianza con Washington.
Los medios de comunicación juegan un rol central en esta dinámica. Así como en 1976 se instaló la idea de una «guerra contra la subversión», en Ucrania se construyó la narrativa de una «revolución democrática» en el Euromaidán, omitiendo el rol de grupos ultranacionalistas y la injerencia de la OTAN. Se trata de una constante: justificar intervenciones externas bajo el argumento del «caos interno», cuando en realidad es el resultado de un proceso inducido.
El doble estándar de las potencias es evidente. Mientras condenan las acciones de sus rivales -como Rusia en Ucrania-, han aplicado las mismas tácticas en América Hispana, África y Medio Oriente. El golpe de 1976 fue parte de esa política: el Plan Cóndor, coordinado por Washington, garantizó la instalación de dictaduras en el Cono Sur para abrir mercados y exterminar cualquier resistencia.
Deuda externa
El factor estructural que sostiene este modelo es la deuda. La dictadura argentina elevó el endeudamiento de 8.000 millones de dólares (1976) a 46.000 millones (1986), estableciendo un mecanismo de dependencia que se perpetúa hasta hoy, con una deuda externa de 480.000 millones de dólares.
De manera similar, tras el Euromaidán, Ucrania quedó atada a préstamos del FMI que impusieron ajustes neoliberales y la venta de tierras a corporaciones extranjeras. La fórmula es clara: la deuda no es un instrumento financiero sino un arma de control geopolítico.
Entender el golpe de 1976 como parte de una estrategia global no exime a los actores locales de su responsabilidad, pero permite revelar cómo sectores infiltrados por “topos” al servicio del colonialismo trabajan para saquear sus propios países. La historia reciente demuestra que la soberanía no es un concepto abstracto, sino la capacidad real de decidir quién controla la moneda, los recursos y la memoria histórica.