La provincia de Buenos Aires no es una estructura administrativa ni una máquina electoral. Es la columna vertebral de la Nación. Concentra casi el 40% de la población argentina, produce buena parte de su riqueza, sostiene su sistema financiero y alberga el trabajo, el dolor y la esperanza de millones de argentinos. Sin embargo, ha sido tratada –desde hace décadas– como un territorio sin conducción y sin destino.
La han dividido para controlarla. La han vaciado de contenido institucional. La han reducido a un mapa de secciones electorales, padrones y encuestas. A sus dirigentes los formatearon para obedecer las disposiciones de La Plata, y a sus pueblos los domesticaron con clientelismo y ninguneos. Así convirtieron al bonaerense en un voto, y a la provincia en una mesa electoral.
Pero Buenos Aires no es eso. Buenos Aires es campo, es puerto, es fábrica, es universidad. Es barro y es ciencia. Es historia viva. Es comunidad en cada municipio, es trabajo en cada barrio, es amor político en cada asamblea de vecinos, en cada club de barrio, en cada intendente que todavía cree que gobernar es estar cerca del vecino.
Hoy más que nunca, necesitamos orden. No el orden del control ni de la represión, sino el orden del sentido. El que nace de organizar lo disperso, de dar forma al caos, de planificar con justicia. La provincia necesita una estrategia territorial, una distribución poblacional equilibrada, un desarrollo productivo que no concentre en el AMBA todo el capital, toda la obra y toda la oportunidad.
La región surera bonaerense no es un decorado. Es la base del futuro. Pero para eso hay que invertir, planificar, capacitar. Hay que apostar a la tecnología, a la producción con valor agregado, a la energía del conocimiento que brota de nuestras universidades y de nuestras pymes.
Y, sobre todo, hay que dejar de mirar la provincia como un botín y empezar a pensarla como una causa. La provincia no se administra, se organiza. No se domina, se construye. No se compra, se ama.
El peronismo no puede seguir repitiendo lógicas del poder conservador, llámese liberal o progresista. Si queremos que Buenos Aires deje de ser una provincia desmembrada y vuelva a ser un proyecto político con rostro humano, tenemos que salir del electoralismo y volver a las fuentes: trabajo, comunidad y justicia social. Eso no se decreta, se encarna. Y se encarna desde abajo, con intendentes comprometidos, con concejales que legislen para transformar, con militantes que no buscan cargos sino causas.
Es hora de una nueva revolución bonaerense. No de slogans ni de marketing político. Sino de ideas claras, de proyectos sólidos y de una voluntad organizada. Una revolución que no empiece en La Plata ni en Capital Federal, sino en los pueblos que todavía creen. Una revolución con rostro de cooperativa, de pequeña empresa, de escuela rural, de madre en una salita, de joven que se quiere quedar y no migrar.
Porque la provincia no es una carga: es una potencia dormida. Y el pueblo bonaerense no es un voto: es un sujeto histórico que espera volver a ser protagonista.