Cuando se descorcha una botella de champán uno de los motivos de felicidad son sus burbujas. Pero poco nos detenemos a pensar sobre la importancia de la ciencia en esa efervescencia.
El mito dice que Dom Pierre Pérignon, un monje nombrado Maestro de Bodega en una abadía de Champagne, Francia, bebió el primer vino espumoso de la historia. Sin embargo, investigadores indican que el primer vino espumoso se bebió en una abadía francesa, pero en otro lugar en 1662, es decir, años antes de que Pérignon descubriera el vino espumante que llamamos champagne en honor a ese descubrimiento.
El método tradicional para producir champán implica una primera fermentación de las uvas para producir un vino base, que se complementa con azúcar de caña o de remolacha y levadura y se deja fermentar una segunda vez.
Luego, el vino de doble fermentación reposa durante al menos 15 meses (a veces décadas) para que las células de levadura, ya muertas, puedan modificar el sabor del vino. Esa levadura muerta se elimina congelándola en un tapón en el cuello de la botella y descorchándola para que salga la masa congelada, perdiendo por el camino parte del gas de la bebida.
El vino se vuelve a taponar, a veces con azúcares adicionales, y se establece un nuevo equilibrio entre el espacio de aire y el líquido de la botella que determina la cantidad final de dióxido de carbono disuelto.
El sabor del producto final depende mucho, por supuesto, de los ingredientes iniciales. “Las uvas son fundamentales para la calidad del vino”, dice Kenny McMahon, un científico de los alimentos que estudió los vinos espumosos en la Universidad Estatal de Washington antes de abrir su propia bodega.
También depende mucho de la cantidad de azúcar que se añada en la fase final. En los locos años veinte, los champanes introducidos en Estados Unidos eran muy dulces, dice McMahon; los gustos modernos han cambiado y varían de un país a otro.
Pero lo que destaca a esta bebida son las burbujas. Las proteínas del vino, incluidas las procedentes de la descomposición de células muertas de la levadura, estabilizan las burbujas más pequeñas que hacen la deseada espuma en la parte superior de la copa de champán y un estallido más marcado en la boca.
Según Sigfredo Fuentes, de la Universidad de Melbourne, la mayor parte de la impresión de un aficionado sobre un vino espumoso procede de una valoración inconsciente de las burbujas.
“Básicamente te gusta o no un champán o un vino espumoso por la primera reacción, que es visual”, dice Fuentes, quien investiga la agricultura digital, la alimentación y la ciencia del vino. La espuma en la parte superior de una copa de champán es fundamental para el disfrute del bebedor; sin embargo, un exceso de dióxido de carbono puede irritar la nariz.
Normalmente, una botella necesita contener al menos 1,2 gramos de CO2 (dióxido de carbono) por litro de líquido para darle la chispa y el toque deseado del ácido carbónico. Pero existe algo llamado “demasiado”: más de un 35,5 por ciento de CO2 en el aire de una copa irritará la nariz del bebedor con una desagradable sensación de hormigueo. El potencial de irritación es mayor en una copa tipo flauta, donde la concentración de CO2 por encima del líquido es casi el doble que en una copa más ancha de estilo francés, y es menor si se sirve de una botella fría que de una tibia.
En el caso de una botella de espumante más común, incluso el método de vertido tiene un impacto en las burbujas. Si se vierten 100 mililitros de champán directamente en una copa flauta, se calcula que la copa albergará alrededor de un millón de burbujas.
No existen definiciones absolutas sobre cómo verter el champan en la copa. Pero si se sabe que los paladares humanos varían. Muchos estudios han demostrado que la experiencia de la cata de vinos está profundamente influenciada por las expectativas psicológicas determinados por el aspecto del vino o el entorno; desde la compañía que el bebedor tiene hasta la iluminación y la calidez del lugar.
Los champanes añejos contienen menos CO2; servidos con suavidad pueden preservar el mayor número de burbujas y en una temperatura cercana a los 12° podría considerarse –para muchos– el estado ideal.
El amor por las burbujas motiva y promueve el mejor brindis. ¡Feliz Navidad!