De dónde somos es una pregunta que me hago con frecuencia y es natural en una generación de abuelos o padres venidos de los barcos, que vivimos infancia y adolescencia en el pueblo chico y la mayor parte de la vida en otro lugar donde florecieron hijos y nietos.
Pero lo que disparó estas reflexiones fue el posteo en una crónica sobre César Milstein en el que un lector objetaba que se lo considerara bahiense porque toda su vida, desde los quince años, estuvo lejos de la ciudad y la mayor parte en suelo inglés.
Siempre recuerdo cuando en medio de una entrevista, con cierto tono de reproche, el periodista le preguntó a Atahualpa Yupanqui por qué vivía en Francia, lejos de su país. «Mire paisano –le respondió– lo importante no es que yo viva en la Argentina sino que la Argentina viva en mi».
Con precisas palabras Don Ata describió el sentido de pertenencia a un lugar, que no lo determina el DNI ni estar anclado en su geografía. Es algo mucho más profundo e independiente del lugar de residencia y el tiempo transcurrido.
César Milstein, que vivió la mayor parte de la vida lejos de su ciudad, sintetizó en pocas palabras lo que sintió al pisar suelo bahiense en la última visita en noviembre de 1987. «Para mi –respondió emocionado al colega Eduardo Cenci– es como un retorno a la tierra, a lo que viene de más adentro…»
Cuando nos preguntan qué es la patria y de dónde somos, buena parte convenimos que es el lugar de la infancia, la primaria, la secundaria. Esos años de padres y abuelos en las fiestas de la escuela, de los picnic del día del estudiante y la primera novia no se olvidan más. Por más que despeguemos a destinos inciertos o distantes, con eso alcanza y sobra para ratificar que uno es de ahí, de ese lugar, de una vez y para siempre.
Hay otras miradas diferentes y entendibles. Los que sostienen que se es del lugar donde nacen los hijos. La esgrimen los que por razones de trabajo han vivido de un lado para el otro, como gerentes de banco o antiguos jefes de estación, que nacieron en Lobería, se casaron en Laprida y los hijos alumbraron en Patagones o San Pedro.
Una tercera opción de pertenencia la plantea don Aureliano Buendía, el personaje de Macondo en los Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez. Sostiene que uno no es definitivamente de un lugar hasta que tiene sus muertos bajo tierra.
Y por si fuera poco, se agrega la de un asturiano nostalgioso, de apellido Prada, que vivió en la ciudad rionegrina de Cipolletti y con su guitarra recreaba sonidos de la aldea de padres y abuelos. Prada decía que «patria no es el lugar donde se nace sino donde se pace…» Por eso murió con el corazón partido, mitad en Asturias, mitad al borde del Río Negro con cinta celeste y blanca.
La Argentina es un país de contrastes. San Martín murió a los 82 años y vivió solo 17 años en nuestro territorio. Pese a ello es el prócer insignia de la patria.
Piazzolla estuvo 9 años con sus padres en Nueva York y 13 en Paris. Casi un tercio de vida en otro suelo y sin embargo nunca dejó de ser marplatense, pescador y un ícono de la Argentina en el mundo.
Rosas vivió 24 años en Inglaterra, allí murió. Borges pidió descansar para siempre en Suiza. Cortázar vivió 33 años en Francia y ahí quedó para siempre en el cementerio de Montparnasse. Milstein transcurrió buena parte de su vida en Inglaterra y fue su deseo descansar en Cambridge, cerca del lugar de sus investigaciones que le dieron dimensión universal. Nadie duda que todos ellos son nuestros sin importar dónde vivieron, los años de ausencia y donde eligieron descasar para siempre.
Siempre es bueno tener a mano el poema Romero Solo, del poeta español León Felipe, que recomienda no encerrarse en sus propias fronteras, no ser de un lugar sino ecuménicos, de todos a la vez:
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo.
Pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
la vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.