Se cumplieron hace una semana los doscientos diez años del nacimiento de un hombre cuestionado y debatido, pero que tiene aún hoy protagonismo en esta Argentina incierta.
Domingo Faustino Sarmiento nació en San Juan un 15 de febrero de 1811. Un pequeño visionario que hizo todo lo que un hombre quiere ser: maestro, periodista, escritor, embajador, senador, gobernador y hasta presidente de la Nación.
Pero no es su trayectoria lo que quiero considerar, porque está claro que es intachable, sino los principios que sustentaron su hacer. Un niño nacido en aquella humilde morada, que según nos contaron los libros de lectura de la escuela primaria, leía sentadito al lado de su madre que tejía en el telar, ambos debajo de la higuera del patio familiar. Hasta ese hombre taciturno y con ideas adelantadas; pocas veces comprendido, pero obstinado defensor de su maravillosa idea de construcción de un país.
Sarmiento estaba preocupado por la educación. De hecho, él no solo enseñaba en aquel almacén de su tío, sino que allí –tal vez- fue tomando forma su concepto de que la educación es lo único que nos construye y nos fortalece. “Es la educación primaria la que civiliza y desenvuelve la moral de los pueblos. Son las escuelas la base de la civilización” dijo. Y qué gran verdad, no solo incuestionable sino tan actual.
Hoy el país se debate entre la indignación y el decoro por cuestiones tan importantes como la vacunación de algunos privilegiados (ética), pero hasta minutos antes de que este hecho invadiera las primeras planas, estábamos hablando de cómo vamos a volver a clases.
Ese es el tema: la vuelta a las aulas. Los docentes expresan con enojo: «volver a las aulas», porque clases siempre tuvieron. Es cierto. En la novedad, con irregularidad, con menos o más atención en casa, con mayor o menor compromiso por parte de los padres, con más o menos contenidos, un poquito por acá y un poquito por allá, los docentes –como siempre- se pusieron al hombro la crisis sanitaria para que se reflejara lo menos posible como una crisis educativa. Hubo muchas críticas, algunas mal intencionadas, pero los chicos y chicas argentinos tuvieron clase.
De aquí se desprenden otras cuestiones que deberían preocuparnos, porque dejando en una burbuja el glorioso acto de enseñar (cuando el docente se abstrae del mundo para junto a sus alumnos y alumnas para atravesar el maravilloso camino del conocimiento), surgen cuestiones tan importantes como si están las escuelas preparadas para recibir a los chicos respetando todos los protocolos (distanciamiento, higiene, desinfección, etc.); si están los padres dispuestos y con tiempo para llevar a sus hijos a la escuela por tandas de dos horas; si están los docentes dispuestos a redoblar el esfuerzo (porque ahora irán a las clases presenciales pero deberán completar el proceso también con clases virtuales); si están los niños deseosos de volver a la escuela; si están los gremios docentes comprendiendo la importancia del regreso al aula.
Habría que mandarles unos libritos de historia para que repasen no solo quién fue Sarmiento, sino quiénes fueron aquellos hombre de la década dorada (la de 1880, aclarémosle… porque capaz que piensan en otros líderes más contemporáneos) que tuvieron que importar mano de obra para que se pusiera a trabajar para hacer esta Argentina grande, y entre ellos Sarmiento fue a buscar a las primeras maestras.
Pero que pudieron ver, que no solo el trabajo y el esfuerzo se necesitaba, sino también construir un “hombre argentino” con un idioma, una cultura, una música, una comida, unos símbolos, unas ideologías que lo representen.
Una escuela que formó a aquellos pequeñines con el concepto de PATRIA, que organizó una serie de contenido en formato escuela. Y no solo eso, también la hizo obligatoria. ¡Qué maravilla!
La educación es la única oportunidad que tenemos de superarnos. Y para eso no hay fronteras. Sería bueno que todos lo tengamos en cuenta y reclamemos por la educación que nos merecemos. En lo posible pública, laica y gratuita.