Después de una subida por una calle angosta con mucha vegetación a ambos lados y el calor sofocante de enero, vimos el mar de Brasil en Praia do Rosa.
La emoción de ese momento llegó hasta las lágrimas. Nos miramos, nos abrazamos fuerte, reímos, y contemplamos un rato más semejante belleza. Pero lo que más me cautivó de toda la situación en ese momento, estaba en el mar. Un surfista saliendo del tubo de una ola.
Y ahí me quedé, imaginando las sensaciones que estaría experimentando esa persona. Si el ruido de las olas desde lejos ya era impactante, estar escuchando tan de cerca cuando toda esa masa de agua en movimiento golpea la superficie del mar, debía ser algo fantástico.
Además de ese sonido, lo que transmitía esa imagen, estar haciendo equilibrio sobre una tabla, me imaginé todo eso junto y sentí mucha adrenalina.
A los pocos días ya tenía mi primera tabla de surf y mi compañero de aventuras, Pedro, que cayó en las habilidades del vendedor, también compró la suya. Recuerdo que hacía más de quince años me regalaban una guitarra, una alegría inmensa, no la soltaba ni para dormir. Volví a sentir una emoción similar ahí, pero distinta. Las aventuras serían otras. Nuevos desafíos.
Breve descripción de la tabla más barata de Swell, un surfshop de Joaquina, Florianópolis: 5´10” x 18” x 2”. Es una tabla pequeña y angosta con mucha punta, pintada de celeste para encubrir la reparación de su quebradura cercana a la punta y con un chuponazo en la cola. No tenía idea de lo que estaba comprando, Pedro mucho menos. La única indumentaria que pudimos adquirir fue una lycra manga larga para cada uno, así nos cubriríamos de la parafina en el pecho y del sol.
La felicidad que teníamos no entraba en el cuerpo. Nos las ingeniamos para poder meter bicicletas y tablas dentro del auto en el que viajabamos, bautizado Juan Domingo.
Fuimos derecho a la playa. Me acerqué a la orilla para terminar de darme cuenta que el miedo que me daba ver el tamaño de esas olas hicieron que calmaran las ganas de surfear. Había pocos surfistas detrás de la rompiente y un par afuera analizando cómo entrar. Las olas estaban grandes y el mar violento. A la hora estábamos en una playa al sur de la isla, Pantano do Sul.
En esa playa directamente no había olas. Ese fue el estreno de mi tabla en el Atlántico y la bauticé con el nombre Sonha.
En la primera metida, luego de imitar una entrada en calor de los surfistas experimentados, me resultaba hasta difícil permanecer acostado derecho arriba de esa tabla chiquita remando lo más erguido posible. Las clases de surf eran caras y tenía pensado que podía ser autodidacta como con la música. Esto era distinto, me daba cuenta de que había cuestiones básicas que iba a tener que resolver con ayuda de alguien. Pero jamás desistir.
Permanecimos en la isla por dos días más a puro intento. No habíamos podido surfear todavía pero sí íbamos aprendiendo lo difícil que es pasar la rompiente, que las olas te peguen revolcadas increíbles y tragar mucha agua de mar. Una fuerza interior era más fuerte y hacía que cada vez que pasaba algo de eso, frenara, me recuperara, respirara y siguiera remando de nuevo para adentro.
Continuamos viaje hacia el sur y llegamos a Uruguay. Punta del Diablo, primer destino. La historia fue similar, intentar e intentar. Ahí pude darme cuenta de que el espumón de la ola después de romper era suficiente para que empuje la tabla conmigo encima. Terminé de confirmarlo al ver a un instructor de surf dando clases a dos alemanes. Me puse disimuladamente cerca como para captar algo de las indicaciones de esa clase. Sus tablas eran mucho más grandes que la que yo usaba.
La primera arrodillada en la tabla fue una gloria. A todo esto Pedro miró desde la orilla todas y cada una de las veces que me metí al agua para lograr surfear. Cada salida era agotadora por un lado y desafiante por otro, llena de aprendizajes. Siempre salía con una sonrisa, purificado, cansado y agradecido. Cada vez aprendía más sobre el mar, las olas, las mareas.
Meses más tarde, Pedro iba a terminar regalándome esa tabla, sumando un grano de arena grande en la compra de un funboard, una tabla más grande que mantengo hasta hoy en el quiver.
Y así seguimos por Valizas, La Paloma y terminó el surf en ese viaje. Después de pasar unos días en Montevideo viviendo el carnaval volvimos a nuestros hogares en La Plata sin sospechar que en una ciudad sin mar iba a comenzar con tantas aventuras surferas memorables, conocer a personas maravillosas, amigos que se hicieron hermanos, a Agus Mauad (San Agustín), y el único Surf Shop de La Plata, Berisso y Ensenada.
En este nuevo camino se conjugaron la pasión por la naturaleza, el mar, la educación, la enseñanza, la inclusión, los deportes y las tablas. Junto a más hermanos y hermanas del mar nacieron proyectos inmensos como Sup Adaptado Argentina, participar de los campeonatos sudamericanos de Surf Adaptado, charlas, capacitaciones, jornadas, viajes. Seguir aprendiendo y comenzar a enseñar e iniciar a otras personas en surf y sup y seguir soñando a lo grande, como tener una escuela de sup y surf. Todo fue llegando, construyendo con trabajo, fundamento y buena vibra, porque mejor que decir es hacer.
Ahora que pasaron varios años me parece que el deseo de experimentar surfear una ola fue tan fuerte que todos los dioses y diosas, la naturaleza y todos los antepasados escucharon. El universo puso frente a mí un camino distinto, comenzó ahí un nuevo estilo de vida. Este camino se ha ido construyendo a cada paso y ahora me trajo adonde él y yo queríamos estar, viviendo junto al mar, en la eterna búsqueda de La Ola Madre.