En búsqueda de bellas historias visitamos a Cecilia Santillán, de 44 años, nacida en Mar del Plata pero radicada desde pequeña en Monte Hermoso, y a Federico Seleme, cordobés de 51 años que llegó a nuestra ciudad en la década de 1998 y se quedó a vivir. Aquí se conocieron, se enamoraron y formaron una familia.
Hoy, con dos hijos mayores, frutos de ese amor, pero separados como pareja (hace un año y medio), la vida los vuelve a encontrar, desde otro lugar o desde el mismo pero diferente. Con desafíos personales pero también en conjunto, transmutando lo individual, lo propio, pero también la relación, el lazo que los une, porque ya lo dijo Lavoisier “nada se pierde, todo se transforma”.
La foto de ambos plantando la bandera de Monte Hermoso en la cima del Lanín, nos condujo hasta su puerta y en una charla muy distendida nos compartieron de comienzo a fin el paso a paso de esta maravillosa experiencia.
Él, boy scout, de pasado aventurero y deportista extremo pero algo oxidado, “fuera de estado” nos dijo, con 25 kilos por arriba de su peso. Ella, muy saludable, con su rutina de ejercicios, pero más comedida, con el gym como zona de confort, necesitaba un cambio, un objetivo, una meta a alcanzar. Así fue que le comentó a Federico sus ganas de ascender y hacer cumbre en el Lanín, una travesía que él ya había hecho solo hace muchos años y que estando todavía en pareja lo habían proyectado pero no se concretó.
“Estando al pie del volcán, en un viaje que hicimos juntos, me quedé impactada”, cuenta ella; “el Lanín es un imán que te impacta en el centro del pecho”, agrega él.
Después de rechazar la invitación de Cecilia para ir, principalmente por su estado físico, pero habiéndose ofrecido para entrenarla ya que por su experiencia sabe de la preparación necesaria, finalmente Federico, rutina va rutina viene, se entusiasmó con la idea y decidió acompañarla.
Nos cuenta que “terminó siendo, para los dos, cada uno por su lado pero a la vez como equipo, una excelente decisión. Te cambia la vida, porque modificas el día a día, proyectas, y esa meta a alcanzar se transforma en un proceso, que en nuestro propio proceso como ex pareja, nos ayudó”. Ella completa: “Es raro pero sanador”.
En el mes de mayo comenzaron con el entrenamiento intenso; durante la semana hacían gimnasio y natación y los domingos caminata por los médanos. “Yo, por ejemplo, no sabía nadar”, nos cuenta Cecilia, “incluso no iba a aprender porque me daba vergüenza no saber a mi edad. El año pasado me animé y fue fabuloso. Es destrabar la cabeza y hacer un cambio”. “De eso se trata”, agrega Federico, “es un entrenamiento físico pero también mental, donde tenés que ir empujando límites que vos crees que no los vas a poder superar. En mi caso, ponerme a dieta, corregir hábitos y volver a darme la oportunidad de estar bien”.
Cuentan que esa preparación mental, esa superación de objetivos, “es la que te ayuda a seguir cuando estás en la montaña, cuando mirás para arriba y ves todo lo que falta”. Les preguntamos si en algún punto del ascenso dudaron en seguir, Ceci asiente, “a mi me pasó, una de las chicas que iba en nuestro grupo se quedó a los 3.100 y ahí dudé, era una chica más joven y pensé que si ella no podía capaz que yo tampoco, pero me sentía con resto así que decidí seguir. Pero una vez que dudás es como que se te quiebra la cabeza y como a los 3.500 volví a dudar, tenía miedo de no llegar a la cumbre y perjudicar a mi grupo”.
El grupo de ascenso estaba conformado por ocho personas y dos guías, por reglamentación de parques corresponde un guía cada cuatro, según nos explican. Cuando alguien no puede seguir, uno de los guías debe bajar con esa persona y el otro se queda con el resto del grupo, aunque es una decisión de ellos, que son los expertos.
Cuando Cecilia manifestó que no podía seguir, “Chicho”, uno de los guías, la encordó y continuaron el camino, aunque según observa Federico no le hacía falta. “Es verdad, porque la cuerda no iba tensa, iba floja, pero es la cabeza”, asume ella. Mientras ellos dos iban un poco más lento, el resto del grupo continuó con Federico al frente, marcando el ritmo y “Chávez” (el otro guía) por detrás dando seguridad. Antes de llegar a la cumbre, el grupo se frenó para esperar a “Ceci y Chicho”, que tardaron unos 15 minutos en alcanzarlos, para hacer el último tramo todos juntos.
Realizar el ascenso lleva dos días, son 3.776 metros hasta la cumbre. El primer día se sube hasta los domos del refugio, para comer y dormir temprano, porque el segundo día se sale a las dos de la madrugada para hacer cumbre antes de las 12:30, que es la hora límite para iniciar el retorno. Después de celebrar la llegada, comienza el descenso, primero hasta el campamento para levantar todo el equipo y de ahí hasta la base, una jornada larga de 14, 16 horas. Contrariamente a la suposición de que bajar es más fácil que subir, Federico nos cuenta que “es muy peligroso, tenés que estar entero”, por eso es tan importante tener un resto para la vuelta.
A modo de bitácora, Federico nos muestra un cuaderno con anotaciones del tiempo de entrenamiento y nos comparte los siguientes logros: “Hicimos caminando 229 kilómetros, bici, trekking, marcha y trote; nadando hicimos unas 60 horas de pileta; en el gimnasio habremos hecho unas 70, 80 horas; sumamos 62 horas de caminata con mochila en 16 salidas”.
“Es una experiencia que tiene dos componentes de igual importancia, lo físico y lo espiritual, se trata de dar un paso a la vez sin perder el contexto de lo global: para qué estás ahí”, afirman. “Disfrutar el proceso también es importante y hacer cumbre es el broche de oro, fue todo muy movilizante”, dice Cecilia.
A raíz de la experiencia compartida, muchos les han manifestado que les gustaría hacerlo, “probablemente armemos un grupo de Monte Hermoso el año entrante, para hacer el ascenso todos juntos”, anticipan.
Me comparten una frase representativa de lo vivido: “Una montaña no se conquista, solo te sirve de escenario para enfrentar tus temores, limitaciones y demonios, para hacerte ver de qué estás hecho. Una montaña no se conquista, es ella la que nos conquista a nosotros”.