Desde hace 13 años, todos los sábados, el reconocido escritor Marcelo Birmajer escribe un cuento en el diario Clarín.
Según ha dicho, esa sección semanal es una referencia al poema de Borges “a mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires / la juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Producto de ello produjo un show en vivo, “Birmajer se hace cuento”.
Con el título “El laberinto de cristal”, en la historia que publica este último sábado 29 de diciembre el protagonista se ve obligado a pasar el fin de año en Monte Hermoso. Un desconocido lo invita a comer y lo sorprende con un asombroso relato.
Lo compartimos con nuestros lectores.
El laberinto de cristal
Había llegado como guionista a Monte Hermoso. Era un 31 de diciembre de ya no me acuerdo qué año. El productor me había contratado para escribir un largometraje, con la siguiente consigna: un policial que transcurra en Monte Hermoso.
Yo lo había concluido en mi oficina, en Buenos Aires, pero el director quería que lo ajustara según el paisaje y las particularidades de la locación marítima.
Viajamos el director, un camarógrafo y un técnico cuya función yo no terminaba de aprehender. Era verano pero hacía frío. Mis tres compañeros de travesía se metieron al mar. Yo no quería ni acercarme a la orilla. Me quedé en la habitación dándole otra vuelta al guión, pero no en referencia a lo que me pudiera aportar el escenario real, sino por un problema de verosimilitud respecto del sospechoso.
Cuando estaba por dar en la tecla –en ambos sentidos de la expresión–, desde el pasillo escuché la voz alarmada del camarógrafo: habían salido a caminar por los médanos y un cuis le había mordido, o arrancado, un dedo al técnico cuya función yo no terminaba de especificar. Fue lo último que supe de ellos, y de la película. Un tiempo después, publiqué el guión en forma de novela, ambientándola en un pueblo inventado por mí: Las nieves del tiempo.
Pero aquella jornada del 31 de diciembre del año desconocido, me quedé en Monte Hermoso hasta literalmente el siguiente año, cuya fecha exacta tampoco recuerdo. Como estaba más solo que aquel desaforado cuis, procuré un restaurant con cena de año nuevo. Mi pasaje de regreso a Buenos Aires era para el mediodía del 1 de enero.
El salón, dispuesto para aquella noche especial, rebosaba de familias, alguna de las cuales me miraban como a un loco peligroso: ¿qué hacía un hombre solo, allí, a aquella hora, en aquella fecha? De algún modo, el cuis me había abducido.
Pero pronto se presentó un problema que retiró la atención sobre mi persona: llegaban nuevas familias con reservas y faltaban mesas. Los mozos no daban abasto. Los comensales se quejaban. Los chicos lloraban.
Presencié un diálogo inverosímil, que nadie hubiera creído en mi guión: un padre de familia le reclamaba al mozo por la ensalada Waldorf, que debería acompañar al matambre. El camarero, muy amablemente, le señalaba el ínfimo y clásico relleno del matambre –las migajas de huevo y zanahoria–, y aseveraba circunspecto que esa era la ensalada Waldorf.
Abandoné aquel aquelarre, dispuesto a morir de hambre en el hotel, que no contaba siquiera con frigobar. Aún no existían las aplicaciones de delivery gastronómico, ni creo que hubieran funcionado aquella noche en aquel lugar.
Por una calle más vacía de lo que yo hubiera visto nunca ninguna otra, un hombre me reconoció y me invitó a pasar esa noche transicional con él y su madre. No sin recordar incidentalmente Psicosis, me negué tan amablemente como el mozo le había explicado al padre de familia la existencia improbable de la ensalada Waldorf.
Cené, literalmente, un pan dulce que me habían regalado en el micro de ida, y que no sé por qué había quedado olvidado en el fondo de mi mochila, reducido a los mendrugos de Hansel, con los cuales no pudo regresar a la desdichada casa paterna, porque se lo comieron los pájaros.
Desperté ansioso por regresar a Buenos Aires, pero una huelga de choferes me estacó en Monte Hermoso. No se sabía cuándo retornaría el servicio.
Ese mediodía, mi anfitrión frustrado reapareció en el centro de la ciudad y me invitó a participar de un asado. Su madre se había marchado con sus hermanos. Lo visitarían su novia y una amiga. No encontré modo de negarme. Era primero de enero. No había otra cosa que hacer.
La amiga de la novia de mi benefactor resultó ser una abuela muy parecida a la última Tita Merello, internada junto a Cacho Castaña. No sé por qué, tuve el pálpito de que me habían tendido una celada. De hecho, la amiga resultó ser la abuela, justificada por las fiestas en familia.
Pero el malentendido fue eclipsado por un hallazgo monumental: oníricamente, más inverosímil que cualquier problema de guión, en el umbral bucólico de la casa al aire libre apareció el Laberinto de Cristal del ItalPark. Instalado. Adyacente. Inconfundible.
Luego de casi darme de bruces y casi golpearme la nariz, como alguna vez efectivamente me había ocurrido, exclamé perplejo:
– Este es el Laberinto de Cristal del ItalPark.
Mi anfitrión asintió, con una sonrisa que parecía musitar: “De habértelo anticipado, me habrías tomado por loco y desertado el convite”.
Llegaron su novia y la abuela, caminando encorvada y con bastón. Mientras la novia comenzaba a armar la pagoda para el fuego, y la abuela se reconfortaba con una bolsita de alcanfor, Tito, como decidió llamarse el propietario del Laberinto de Cristal, explicó:
– Siempre le temí al Laberinto de Cristal.
También yo –lo interrumpí–. Me animaba, con reticencias, a la Montaña rusa, al Tren fantasma. Pero nunca a esto (señalé el bodoque transparente). En mi primaria, circulaba el mito de que un niño había muerto perdido aquí dentro.
No era un mito –reforzó Tito–. Se lo comió un cuis. Vagó por los pasillos durante años. Nunca lo encontraron. Pero yo me había enamorado perdidamente de Adriana. Y ella porfiaba que me aguardaría del otro lado, cuando lo hubiera atravesado. Teníamos doce años.
– Como Ariadna a Teseo –cité, sin saber un pomo al respecto–.
Tito negó con un movimiento de cabeza.
Aquello era la antigua Grecia, Atenas –detalló– .Esto era Argentina, el ItalPark. Cobré fuerzas, enfrenté mis miedos, atravesé el infierno del pánico entre aquellos plásticos sucios que incomprensiblemente llamábamos cristal. Temí algo peor que la muerte: quedar encerrado para siempre, como aquel niño. Salí del otro lado. Adriana no estaba. Se había marchado con Mauro, a quien perfectamente podríamos llamar el Minotauro. Un matón, traicionero, mentiroso.
Al menos le queda la satisfacción de haber salido del Laberinto de Cristal del ItalPark –intenté mitigar–.
Tito negó nuevamente.
– Sólo me quedó la certeza de nuestra soledad –concluyó, sin reparar en su novia, ni en la abuela, mientras las ramas comenzaban a crepitar y la tira de asado soltaba su olor tan inconfundible como el Laberinto–.
“Cuando subastaron los juegos del ItalPark, luego de la tragedia del Matter Horn, hice mi oferta por el Laberinto. Tras un par de pujas –uno de los ofertantes era un reconocido empresario menemista–, me lo llevé. Lo traje por barco hasta aquí. Esa odisea sería material para otra historia. Pronto abandonaré Monte Hermoso. El laberinto me acompañará. No me gusta quedarme mucho tiempo en ninguna parte”.
– No puedo dejar de reparar en que Monte Hermoso y Matter Horn tienen las mismas iniciales –apunté–.
– Nuestra generación quedó sellada para siempre por el ItalPark –reconoció Tito–. Nuestras vidas no son un lecho de cristal, como la de Fito Páez, sino un laberinto de cristal. Quién sabe si cada uno de nosotros no es ese niño, después de todo.
No sé qué podía yo agregar a aquel cierre inalterable, pero recuerdo que abrí la boca; sin embargo, la abuela llamó a comer, y acudimos sumisos. Recién al día siguiente pude regresar a la Capital en un auto particular.
Foto, Restaurante Gambrinus de Monte Hermoso, gentileza de Natalia Di Martino