El pibe de la guerra

El pibe de la guerra

Cronista con años de rodaje, conservo archivos de momentos únicos de la profesión y, cada tanto, los repaso para verificar que el disco rígido de la memoria sigue funcionando. Recuerdos de viajes como enviado especial para la cobertura de visitas oficiales de los expresidentes Menem y Alfonsín a lugares del mundo donde se decide la suerte del planeta.

Ingresar al monumental Palacio del Pueblo de Pekín y al Salón Oval, corazón de la Casa Blanca. Estar dentro del imponente edificio del Kremlin frente a la Plaza Roja de Moscú o la majestuosa sala del Consistorio Vaticano, donde el papa se reúne a solas con los cardenales. Experiencias electrizantes.

La adrenalina corre cuando se está cerca del legendario líder chino Deng Xiaoping, de George Bush padre, de Mijaíl Gorbachov o de Karol Wojtyła. Lo mismo que del rey Juan Carlos (hoy en el destierro y el ostracismo por sus andanzas glamorosas) al recibir el mayor reconocimiento periodístico de habla hispana en el Palacio Real de la Zarzuela, en las afueras de Madrid.

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Están también las aventuras del periodismo clandestino: el reportaje al líder guerrillero Gorriarán Merlo y al traficante de armas Diego Palleros, que habló escondido en un country de la periferia de Johannesburgo en Sudáfrica. O la cobertura de la guerra en los Balcanes, donde filmamos el testimonio del carapintada prófugo Rodolfo Barrio Saavedra, que había reaparecido como coronel del ejército croata cerca de Sarajevo.

Sin vacilar, confieso que los recuerdos más intensos e imborrables son los de la guerra.

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Conservo vainas de fusil disparadas y esquirlas de granada recogidas en tierra bosnia. Cada tanto las sostengo en mis manos, pienso en el instante del disparo y en las vidas que se apagaron. Pero también guardo una bala sin usar, y con ella me consuela imaginar que, gracias a su inercia, alguien sobrevivió.

Frente a ese mundo en llamas, que hoy se replica con nuevas amenazas nucleares en distintos rincones del planeta, la vida no vale nada. Parafraseando a Carl von Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. Y la muerte, apenas un daño colateral.

Los habitantes de estos holocaustos por goteo conviven diariamente con la muerte. Corren hacia los refugios cuando suenan las sirenas. Salen a trabajar esquivando balas. La guerra se vuelve parte de la rutina. Y, en ese infierno, despiden a sus muertos, celebran cumpleaños, se casan, tienen hijos. La vida continúa.

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La foto que encabeza esta columna refleja uno de esos momentos inolvidables. Antes de partir de Buenos Aires con el equipo de Telefé rumbo a Bosnia, una mujer de la colectividad croata enterada de nuestro viaje nos pidió si podíamos llevar una carta a sus familiares en Karlovac, ciudad cercana a la frontera con Bosnia, donde se escuchaban a diario los sonidos de la guerra. Junto a la carta, nos entregó una pelota de fútbol para el niño de la familia que aún no conocían. Nos desviamos del camino y cumplimos con el pedido.

Nos recibieron en el patio. El pibe, vestido con uniforme de combate, sonreía feliz con la pelota, que por un instante lo distrajo del juego de la guerra. Partimos rápido, pero desde aquel momento quedó grabada en mi memoria la imagen del chico rubio y movedizo, a merced de las balas, pendiendo de un hilo.

Siempre me pregunté, y aún hoy lo hago, qué habrá sido de su vida.

El interés se reavivó en los últimos mundiales de fútbol, cuando Luka Modric deslumbró en la selección croata. En una entrevista, Modric confesó que fue hijo de la guerra, que de pibe gambeteaba pelotas y balas y que su familia huyó a la disparada del pueblo donde nació tras un bombardeo serbio.

Lo primero que pensé fue que Modric podría ser aquel pibe de la foto. El aspecto era parecido, calculé que tendrían una edad aproximada y lo asocié con el apego a la pelota. Pero finalmente, el propio Modric aclaró que era oriundo de otro lugar.

Sigo la trayectoria de Luka en el Real Madrid, pero del pibe de Karlovac solo me quedó la foto y la incógnita de si sobrevivió a la guerra.

A Rodolfo Barrio lo reencontré años después en Buenos Aires, cuando pudo regresar tras la prescripción de la causa por su fuga del país donde estaba preso por haber participado en el alzamiento de Seineldín en Villa Martelli. Cenamos en casa y en la charla distendida le pregunté por la guerrillera bosnia cuya imagen quedó grabada en mi memoria.

Recuerdo que era una tarde fría y con neblina cuando la vi aparecer en un puesto de montaña bosnio, manejando un cuatriciclo rojo, con una ametralladora colgada al hombro. Alta, esbelta, vestida de negro de pies a cabeza, con un pasamontañas del que asomaban sus ojos celestes y el largo cabello rubio que flameaba al viento sobre su espalda. Se llamaba Yamira, una inusual musulmana rubia por su raíz eslava, alistada en el ejército bosnio que ferozmente combatía junto a los croatas contra los serbios.

– ¿Qué fue de Yamira? – pregunté a Barrio, con el temor de escuchar lo peor.

– Yamira sobrevivió – me dijo– y es una elegante profesora de francés en colegios secundarios de Bosnia.

De Rodolfo Barrio no supe nada más. Lo último que nos contó aquella noche fue que en el puerto de la bella ciudad de Split, frente a Venecia, del otro lado del Adriático, trabajaba como instructor y guía de buceo. Acompañaba a turistas a sumergirse al fondo del mar para ver vasijas de la época del Imperio Romano, conservadas en perfecto estado.

La historia de la guerra y el reportaje a Rodolfo Barrio se emitió por Telefé en el recordado ciclo Edición Plus. Los apuntes del viaje los escribí para La Nueva en capítulos que aún conservo en papel. Están amarillos de tiempo, debería digitalizarlos.

Recuerdo que en la crónica final agradecí a la vida haber conocido la cara del horror y atravesado el fuego del infierno sin quemarme.

Regresé a casa con la certeza de que la paz cotidiana es un privilegio invisible, que no lo percibimos hasta que la perdemos.

Son esas pequeñas cosas que por habituales no apreciamos y se vuelven vitales e inmensas cuando se observan desde la ventana de la guerra y el horror.

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