Todos los años a esta altura del almanaque regreso a Dorrego para participar de la Fiesta Nacional de las Llanuras. Recorro preferentemente calles empedradas, donde no veo lo que está a la vista sino la película que almaceno en la memoria de los días felices de la infancia.
Desfilan vecinos, casas, comercios, instituciones de entonces, que solo yo veo y no tienen nada que ver con la realidad.
Esta vez sentí algo diferente porque en vez de observar ladrillos, en la esquina de la plaza principal frente a la iglesia vi a pibes de primaria con sus profesores ensayando danzas criollas a la hora de la merienda. En realidad lo que me sorprendió es que nadie se sorprendía del espectáculo que ofrecían al pie del escenario.
Lo hacían con la naturalidad de lo cotidiano y ahí ratifiqué que en ese baile colectivo de pibes que nacieron en el siglo XXI estaba la esencia y la garantía de la fiesta para persistir en el tiempo sin fecha de vencimiento.
En el comienzo de la fiesta que acaba de concluir, hace una semana más de medio millar de jinetes, la mayoría jóvenes de boina, bombacha y alpargatas, disfrutaron horas de cabalgata rodeados de horizonte, que se ha convertido en un ceremonia criolla cada año más numerosa y cautivante.
Algo vio y sintió Atahualpa Yupanqui para encariñarse con Dorrego y escribirle desde Japón este legado en prosa que es pura poesía:
«Díganle a Dorrego mi amistad, mi recuerdo, mi invariable simpatía. Viejo pueblo con el escribano y su pluma, el labrador y su semilla, el tendero y sus trapos, el escribiente bostezando entre número y número.
«Pero todo es Dorrego, con sus oficios y sus callamientos y ha de crecer Dorrego mientras todos arrimen su natural fatiga y tengan tiempo para oír un galope, para escuchar al viento, para sentir que alguno dice por todos ellos la vieja copla, el rezo antiguo de un pedazo de pampa.
«Habrá siempre alguien que apague tarde su lámpara ordenando sentires populares, cosas que allí pasaron, asuntos que se vivieron y que parecían perdidos entre los ruidos de hoy.
«Luz reclaman las almas de los hombres que trabajan en sus diferentes trabajos, luz habrá que darle. Luz tiene la amistad, la buena convivencia, la conducta, la copla, el libro y la plática final de los vecinos.
«Eso deben heredar los niños, poco a poco, mientras los hombres se van yendo, como se fueron los indios, como se fueron los gauchos, pero desparramando antes la sagrada herencia que anida en los paisanos.
«Dorrego puede hacer eso, puede vivirlo, puede transmitirlo generosamente porque atesora tradiciones ejemplares».