No hay infancia sin un circo que nos cautivó y lo llevamos en el corazón. Momentos inolvidables que atesoramos, rodeados de padres o abuelos, sentados en sillas plegables sobre el piso desparejo de potrero, bajo una carpa remendada con aroma inconfundible a pasto y aserrín, poblada de payasos, malabaristas y un trapecio que por el aire hacia volar nuestra imaginación.
Disfruté de cerca la ceremonia de la llegada del circo al pueblo con bombos y platillos. Al rato nomás comenzaba el izamiento de la carpa con mano de obra local mientras el dueño de la compañía ataba con alambre la bocina al paragolpes y micrófono en mano recorría las calles anunciando la primera función.
Generalmente las carpas se instalaban en un baldío de cuarto de manzana alejada del centro, terreno fiscal que el municipio cedía o alquilaba al circo de turno.
La casa de mis padres estaba a una cuadra de ese terreno oscuro y mágico al mismo tiempo, que cada tanto se iluminaba de noche con luz de día. Eran tiempos del circo criollo, que después de payasos, acróbatas y malabaristas ofrecía una obra de teatro. Los actores eran los mismos payasos, acróbatas y malabaristas pero con vestuario diferente y en otro rol.
Probablemente por proximidad y predisposición de mis padres, cuando el circo necesitaba un sillón para la escenografía, ese sillón generalmente era el de mi casa. Sentía que era parte del elenco cuando lo veía en el escenario. Devolución de gentilezas, me permitían ingresar a la carpa fuera de horario de función, observar los ensayos, registrar la vida cotidiana. No quería irme, me fascinaba.
Tiempos en que el circo atraía familias, era sustentable. Permanecía semanas con funciones diarias en cualquier pequeño pueblo del interior y meses en ciudades populosas. La irrupción de la televisión y otros fenómenos de la modernidad provocaron el paulatino eclipse de ese escenario de fantasías habitado por seres trashumantes.
Desde entonces procuré encontrar en actividad un circo a la antigua con teatro en la segunda parte. A fines del siglo pasado me enteré que en Tres Algarrobos, cerca de General Villegas, se presentaba la compañía de los Holmer, una familia que es historia misma del circo criollo. Hay registros que a fines del siglo XIX anduvo de gira por el sur de Brasil. Y decidimos viajar a Tres Algarrobos a filmar uno de los primeros capítulos de nuestro ciclo de TV que recién comenzaba en Canal 26 de la Capital.
Tras la muerte de su padre, apodado “Patagonia”, Mario Holmer quedó a cargo de la compañía familiar. Un todo terreno que ordenaba sillas, atendía boletería y un rato antes de la función se auto maquillaba para transformarse en payaso.
Cuando murió el padre lo velaron tres días seguidos bajo la carpa del circo “Patagonia”. El ataúd en el centro de la pista y los parlantes a todo volumen con Piero cantando “Viejo, mi querido viejo…” Eso es el circo, puro sentimiento, corazón, familias unidas por la pasión y el destino itinerante compartido, sin garantías del sustento diario y la incertidumbre de un futuro certero. Ese día no estaba lejano, la boletería confirmaba los presagios. Recaudación paupérrima que no alcanzaba a cubrir el combustible del traslado de un pueblo a otro y la comida diaria del elenco.
Final cantado, el viernes llegaron a Tres Algarrobos y el lunes levantaron campamento, para repetir la ceremonia en el siguiente, con el mismo esfuerzo y resultados.
Tantos años de un lado a otro, siete días acá, diez noches allá. Los hijos aprendiendo a sumar en Lincoln, a restar en Los Toldos; la regla del dos en Bragado, la del tres en Carlos Casares. Bolas sin manija, cambiando de colegios todas las semanas, como si en vez de hijos fueran guardapolvos.
Obedecían al llamado de la sangre, por eso los Holmer eligieron la vida de circo. Ensayos por la mañana, funciones a la noche, la libertad de ser de ninguna parte y estar en todas a la vez. Nómades de pueblo en pueblo, la vida en clave de gerundio, siempre llegando, siempre partiendo. Dando carnadura a los versos de León Felipe cuando aconseja que “no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo/ pasar ligero siempre ligero/ poetas nunca cantemos la vida de un mismo pueblo/ ni la flor de un solo huerto/ que sean todos los pueblos y todos los huertos nuestros”.
Casi veinte años después, en el invierno de 2016, reencontramos a Mario Holmer manejando un remise en Rojas. Ciudad cuna de Ernesto Sábato, próxima a Chivilcoy imaginada por Sarmiento y donde Julio Cortázar fue profesor de literatura. A treinta minutos de la estación De la Peña, cercana a Pergamino, que vio nacer a Don Ata, y aledaña a Pehuajó, desde donde Manuelita se fue a Paris de la mano de María Elena Walsh.
Después de toda una vida nómade, allí fue a parar Mario y familia. Fui a su casa, vi estacionado el camión da las mudanzas desvencijado, el pony amaestrado en el patio masticando pasto y arrinconado en el fondo las casillas rodantes que fueron las habitaciones del circo, entre baúles, trastos, la bocina y jirones de lo que fue la carpa. Saldos y retazos del último circo criollo que salió a escena en nuestro país.
Recuerdo la noche que filmamos en Tres Algarrobos, con un frio que congelaba las manos, familias en las dos primeras filas mientras el resto de las hileras era un desierto silencioso de sillas vacías.
Y Mario estoico, vestido de payaso junto a su madre, recitando el poema con el que cerraba las funciones. Lo aprendí de memoria, se puede escuchar tal cual la pronunció esa noche en el enlace del capítulo que filmamos para el ciclo de TV que compartimos en esta crónica. Transcribo el final.
Cuántos como el alma mía,
cansados ya de llorar,
vendrán al circo a buscar,
Por fin público ilustrado,
que habéis prestado atención,
a esta humilde composición,
que seguro habrá enfadado,
por no tener el cuidado,
y decirla sin sentido;
solo un aplauso les pido
y quedare satisfecho,
guardándolo acá en mi pecho,
como un tony agradecido…