El amor florece donde uno menos lo imagina y aunque parezca ficción de película de Hollywood esto que describo sucedió en Tandil del siglo pasado.
Hasta allí llegó Domingo Conti, el papá de Uda, desde un lejano puerto de Italia a fines del siglo XIX. Inmigrante emprendedor, puso en actividad a La Movediza, una de las más reconocidas canteras de la ciudad. Domingo escuchó el estruendo de la caída en 1912 de la famosa piedra movediza, muy cerca de la casa que construyó para su familia.
En una de las habitaciones del primer piso de la casa de piedra, la joven Uda tocaba el piano y por el ventanal sonidos de valses vieneses ambientaban el paisaje de árboles frondosos con fondo del cordón serrano que emerge en plena llanura bonaerense.
Bepo era uno más de los cientos de trabajadores que cincelaban piedras a golpe de martillo hasta transformarlas en adoquines. Siempre silencioso y solitario; alto, rubio, de ojos celestes, un día se cruzó con la hija del dueño de la cantera y algo sucedió en el interior del picapedrero y la pianista que los conmovió. Entre las piedras había nacido una semilla de amor platónico, pero difícil que germinara porque entre ellos se interponía un mundo de diferencias.
Para verla de cerca, cuando Bepo escuchaba de lejos el sonido del piano, con la excusa de buscar agua, se arrimaba con un balde a una canilla cercana a la ventana desde donde Uda daba vida al Danubio azul o las Voces de primavera de Strauss.
Muchas veces –confesó Bepo– tiraba el agua del balde para volver a llenarlo en la canilla y seguir escuchándola. El corazón del picapedrero comenzó a latir de otra manera con el impuso de un amor oculto que nunca se animó a confesar porque creía algo inalcanzable.
Su descreimiento era comprensible. Que un obrero del montón conquistara a la hija del dueño de la cantera se asemejaba más al mundo de la ficción que a una escena de la vida real.
Ante la encrucijada de vivir atormentado por un amor sin destino, un día Bepo tomó la decisión de borrarse del mapa y salir a caminar sin rumbo ni tiempo por vías ferroviarias y estaciones, a vivir al aire libre de changas en las cosechas. A partir de ese día se hizo linyera pero con impronta propia, porque en la vía combinaba sus ideas anarquistas y libertarias con la lectura, a destiempo por las condiciones pero ininterrumpida, del suplemento cultural de los domingos del diario «La Nación».
Esta historia Bepo la contó frente a cámara en 1997, cuando viajamos a Tandil para realizar uno de los primeros trabajos de nuestro ciclo de TV “Esas pequeñas cosas”. Nobleza obliga, supimos de Bepo por la película Que vivan los crotos, de la realizadora Ana Poliak, y por el libro “Bepo, vida secreta de un linyera”, del gran escritor y amigo tandilense Hugo Nario.
Dos años después, en 1999, Bepo falleció, se hizo leyenda. Desde ese momento nos propusimos encontrar a Uda. Averiguamos que vivía en la zona norte del conurbano bonaerense. Casada, con hijos y nietos, queríamos conversar con ella y –si accedía– filmar su testimonio.
Nos encontramos en 2003, cuatro años después que Bepo partió camino a la leyenda. En el living de un confortable chalet, distendida y locuaz, la abuela habló de Bepo frente a cámara como si lo tuviera frente a ella. Editamos el reportaje de Uda y lo contrastamos con lo que Bepo nos había dicho en 1997.
El resultado es este clip que acompaña la crónica, donde Uda y Bepo, están frente a frente, revelan detalles, se interpelan, se confiesan.
En la madurez de la vida Uda admitió que el amor era recíproco y si él le hubiera hablado la historia habría sido diferente.
Bepo, silencioso como las piedras de la cantera, creyó que era un sueño imposible y calló para siempre.
Ahora que ya no están, gracias al efecto de la edición, en el mundo virtual de las imágenes estas confesiones de Uda y Bepo los aproximan, es como si dialogaran entre sí. Realidad convertida en ficción de lo que pudo ser y no fue.
Nos queda el testimonio invalorable de una historia de película, con el sabor amargo que siempre dejan amores inconclusos.