Una de las mayores preocupaciones dentro del discurso oficial, sin lugar a dudas, son los adultos mayores, como población vulnerable a cuidar del coronavirus. Hasta ahí no hay objeciones de parte de nadie.
Pero la obsesión de ver todo a través de un discurso biologicista y técnico, con números, probabilidades, muertes y casos, nos hace olvidar de lo más elemental: que somos humanos. Y como humanos, necesitamos del contacto de nuestros afectos para mantener la salud, que claramente va más allá de una infección por SARS-CoV-2. Pareciera que la tristeza, la depresión, la ansiedad, el insomnio, ya no se consideran como estar enfermos.
Este relato, contado en primera persona por una anciana institucionalizada en un geriátrico, que progresivamente va adquiriendo una demencia, intenta devolvernos el sentido común, como un grito desesperado de ayuda ¡NO SE OLVIDEN DE NOSOTROS!.
Nuestra protagonista día a día va adquiriendo nuevos síntomas limitantes y discapacitantes propios de la demencia: la falta de control de esfínteres, alucinaciones, miedo y excitación, dificultad para la deglución, hasta llegar al mutismo y a la postración.
Subestimar y pasar por alto el derecho del paciente de elegir cómo vivir, con quién vivir, y en definitiva, cómo morir, es una forma de paternalismo estatal e institucional digno de ser analizado en profundidad. No es: visitas o muerte. Esa dicotomía que nos intentaron hacer creer es falsa.
Resulta sumamente impactante y llamativo escuchar los argumentos de los familiares, cómo los han (y se han) convencido a sí mismos que la no visita es sinónimo de estar cuidándolos, como si la virtualidad pudiera reemplazar una mirada real, una sonrisa, una caricia.
Espero, desde el fondo de mi ciencia y conciencia, que este relato sirva para que nos despertemos. Si hasta ahora no logró despertarnos la quiebra de nuestras pymes, si no logró conmovernos la falta de empleo y la enfermedad y abandono de conocidos nuestros por parte del sistema de salud, que sólo ve y contempla como válido el COVID, espero que entendamos que han ido hasta lo más profundo, íntimo, sagrado y humano: se han metido en nuestros vínculos y afectos. Y privarnos de ellos no puede pasar desapercibido.
El relato
Mi hija llora y me abraza. “Es por un tiempito, mami, dos semanas nomás, para cuidarte a vos y al resto de este virus, viejita”. Y no entiendo, ¡si nadie está enfermo! Sé que estoy vieja y me olvido de cosas… pero bueno, será así como dicen.
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Pasan varias semanas, uno, dos meses, ya no sé. Empiezo a confundirme, ya no sé en qué mes estamos. El tiempo y el espacio se esfuman y comienzo a transitar dimensiones nuevas. Tengo miedo. Me hacen hablar por un aparato rectangular negro con una especie de cámara que me muestra la imagen de personas que me hablan, se ríen y hacen chistes. Yo no sé, ¡no entiendo, mamá!
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¡Hola, mamita! Me estoy acordando mucho de vos, y te extraño. Las chicas que me cuidan me dicen que te llamo toda la noche, que no duermo, y me dan una pastilla amarga que se me pega en el paladar. Las cosas se me confunden cada vez más, mamá. La otra vez vi una mano arrugada y huesuda que me quería agarrar la rodilla, y me asusté. Al rato me di cuenta que era la mía, ¿podés creer, mamá? Parece que me estoy volviendo loca. Tengo miedo de que me abandonen por loca. No entiendo bien qué es lo que pasa, ¿me habré portado mal y por eso ya nadie viene a verme? Tal vez fue por esa vez que se me escapó el pis y mojé todo, pero te juro que fue sin querer, mamá. Hago cosas raras que nunca hice, a veces ya no sé quién soy. Entonces me dan la pastillita para que me porte bien. A veces me pasa que se me mojan la boca y la cara. Las chicas dicen que trague la saliva, ¡si hasta me olvidé de cómo se traga! Me dan de comer y puedo estar un largo rato con la comida en la boca. Ellas resoplan fastidiadas, están apuradas. ¿A dónde corren tan rápido? Yo, mamá, acá espero. De noche vienen arañas y hormigas que me quieren llevar, y yo me resisto. Entonces empiezo a hacerle repulgues de empanadas a la sábana, a ver si con eso se van. ¡Mamá! ¡Te llamo, porque tengo miedo de las sombras!, y viene la pastillita otra vez.
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Te cuento que la otra vez vino una señora muy bonita a verme por la ventana. No sé quién era, y ella lloraba. ¿Podés creer, mamita, que decía que era mi hija? ¡Si yo soy muy chica para tener hijos! Era hermosa. Tenía unos ojos celestes bellísimos como los de un señor, que una vez amé profundamente, o lo soñé… ya no sé, mamá.
Venime a buscar mamita. Haceme upa, que me siento solita acá. Hay caras raras, asustadas y cansadas, usan un trapo y no les puedo ver la boca. No sé si me sonríen o si me odian.
La otra tarde, mami, mientras dormía, sentí como un palo en mi cadera, me toqué, ¿y sabés qué era, mami? Un hueso mío. ¡Qué cosa rara, a veces pasan cosas que no entiendo!, ¡si yo siempre fui tu cachetona regordeta!
Las chicas me quieren levantar y protestan, porque estoy dura. Me duele el cuerpo, pero no sé cómo decírselo. Y sí, estoy rígida.
¿Sabés qué extraño, mami? Dormir con vos en tu panza. Las chicas me retan, que basta de estar así en posición fetal. Pero es que así el cuerpo no me duele, y el corazón late pensando en vos, y me tranquiliza.
Las chicas me bañan en la cama, y me peinan unos largos y finos pelos blancos. Ya no me sale la voz. Ellas dicen que solo balbuceo tu nombre: mamá.
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¡Hola, mamá! ¡Tanto tiempo! ¡Me viniste a buscar al fin! Estás tan joven y bella… ¡Vámonos de este lugar tan feo, vamos al cielo a saltar! Mirá, esa señora de ojos celestes hermosos llora, y no entiendo por qué, ¡si estoy tan feliz!