Por Natalia Di Martino, especial para Noticias Monte Hermoso.
La Lucinda era una goleta que adornó con su esbelta y fina figura diferentes mares.
En su último viaje trasladaba toneladas de madera y fue sorprendida por un tremendo temporal contra el que luchó incansablemente.
El mar, embravecido, volcó toda su furia sobre ella, obligándola a deshacerse de su carga, y como si eso fuera poco, le arrancó de cuajo el timón, dejándola a la deriva y a su merced, siendo iluminada solo por nuestro Faro Recalada, que con su haz de luz le advertía de aguas poco profundas, una y otra y otra vez en cada giro.
El mar se enojó.
El mar arrancó de cuajo el timón de la nave, lo que sin lugar a dudas cambiaría el rumbo de nuestra historia.
El mar arrastró las tablas y tablones a nuestras costas.
Tal vez, el mar necesitaba nuestra atención.
De un día para el otro, nuestras orillas aparecieron regadas por miles y miles de maderas.
Innumerables esfuerzos se hicieron para que la carga llegara a su destino original, Bahía Blanca.
Por tierra, entre dunas, por caminos agrestes.
Y también lo intentaron por mar. Una vez más…el mar.
En una especie de balsa cargaron las maderas para trasladarlas cuando, fantástica, maravillosamente, fueron sorprendidos por otro temporal que los obligó a tirar nuevamente las maderas al mar. Y viajaron a través de las olas para volver a quedar desparramadas exactamente en el mismo lugar.
No existió manera de sacar la madera de nuestra costa.
Algo lo iba a impedir.
Algo iba a pasar o a interponerse.
Un hado protegía con fuerza el nacimiento de un pueblo.
En aquellas tierras inhóspitas, descritas por los primeros habitantes como «poco menos que inservibles», en donde la agricultura era imposible y la ganadería una odisea, aprovechando la enorme cantidad de maderas, se construyó un gran hotel.
El hotel contemplaba el mar.
El mar logró al fin la atención que merecía.
Intento imaginar qué habrán sentido o pensado aquellos que se alojaban en los primeros tiempos al ver el glorioso espectáculo que nos regala el atardecer en Monte Hermoso.
Aquel lujoso y exclusivo hotel de maderas y la belleza natural nos impulsó como destino turístico por primera vez.
Me emociona entender cuán mágico fue todo.
Leif siempre me decía: «Al mar no hay que tenerle miedo, hay que tenerle respeto».
Por mi parte, siento que somos un pueblo destinado a bailar al son del mar.
Debemos aprender a escucharlo y, por las dudas, no hacerlo enojar…
*Mi agradecimiento a los miembros del Museo Histórico de Monte Hermoso por la ayuda incondicional, inestimable, que me brindan ante cada consulta