Las nuevas tecnologías se asemejan a un tren de alta velocidad que avanza sin detenerse y nos obligan a actualizaciones permanentes y cursos rápidos de funcionamiento. Los nativos digitales viajan en primera clase porque absorben como esponja las novedades tecnológicas de última generación.
En cambio los que venimos del formato analógico, con mucho esfuerzo, estamos a bordo del expreso digital. Eso si, vamos colgados del último vagón.
Nada sorprende en el primer cuarto del siglo que transcurre. Al inmenso vocabulario de la lengua castellana se suman sustantivos tecnológicos que de tanto uso se hicieron verbos. Guglear es el mejor ejemplo. Viene de Google y es la acción de preguntar al principal buscador del planeta.
Hace años que el gugleo es parte de nuestra canasta de elementos básicos de búsqueda de información. Gugleamos a cada rato todos los días. Google es quien más nos conoce porque no somos lo que decimos o pensamos, somos lo que preguntamos.
La irrupción del buscador top dejó fuera de juego a diccionarios y enciclopedias inolvidables. En la biblioteca familiar lucían los tomos del diccionario Espasa Calpe y las colecciones Lo sé Todo y El tesoro de la juventud. Ahora la inteligencia artificial (IA) va por Google. Un exingeniero que brilló en la empresa pronostica que la irrupción de la IA provocará el fin del gigante tecnológico de California.
Allá lejos y hace tiempo en la escuela primaria en vez de dibujar utilizábamos el Simulcop, verdadero precursor del copie y pegue. Simulcop era el nombre comercial de un muestrario de hojas de papel de calcar con un delivery de dibujos ordenados por temas. Se seleccionaba el deseado y con solo pasar el lápiz por encima, se copiaba al cuaderno de clase como si fuera hecho con nuestras propias manos. El alumno simulaba patente de dibujante y el maestro lo legitimaba con un muy buen diez felicitado. Moraleja: ¿para qué aprender a dibujar lo que está dibujado y se puede copiar y pegar como si fuera propio?
Ahora la IA no es solo copie y pegue. Resuelve cualquier ejercicio matemático, redacta crónicas, guiones, monografías. Diseña, dibuja planos, crea partituras. Todo lo que se imagine a disposición, basta con tipear lo que se necesita y darle Enter.
Multiplicado al infinito reaparece la pregunta del Simulcop. ¿Para qué aprender, investigar o resolver lo que se logra con solo pedir, copiar y pegar?
Apenas botones de muestra del desafío que enfrentamos.
Hay otros sustantivos tecnológicos que el uso cotidiano también los hizo verbos. Recuerdo a comienzos de los ‘90 en un hotel cinco estrellas de Varsovia donde pedí a la telefonista una llamada de larga distancia con Buenos Aires. Tenía que enviar a la redacción del medio en que trabajaba la crónica de la visita oficial del entonces presidente Menem a Polonia.
– Tiene cuatro horas de demora, me contestó la operadora desde una vieja central a clavijas de un hotel del primer mundo.
No transcurrió tanto tiempo y ahora naturalizamos vernos mientras conversamos por teléfono. Wasapeamos a cada momento del día. Otro verbo que derivó del sustantivo Whatsapp, también incorporado a la canasta básica de comunicación, hasta que aparezca otra tecnología superadora que lo desplace.
Wasapear es contacto instantáneo a través de la voz, mensaje de texto o de audio.
Los nativos analógicos que viajamos prendidos del último vagón disfrutamos vernos cuando conversamos. Expresar emoción, llanto, risa, sentimientos a flor de piel en vivo, sin tener que recurrir a emoticones. Los milennials todo lo contrario, prefieren mensaje de texto. Es aconsejable no llamarlos por Whatsapp, porque lo más probable es que los incomode y no atiendan.
Para ellos la conversación telefónica es el pasado, último recurso que utilizan en caso de apuros o emergencia. Lo cotidiano es texto de ida y vuelta con emoticones para darle sabor y color a la charla escrita, que es incolora, desprovista de imagen y sonido. Eso si, admiro y envidio verlos con la rapidez que escriben los mensajes, la soltura y agilidad con la que se desplazan por el teclado del celular, propia de dedos de ballet.
Ayer nomás, los apasionados por inventos y nuevas tecnologías recurrían a revistas de divulgación. Entre las pocas que recuerdo que llegaban al kiosco de ciudades del interior estaba Mecánica Popular. En números atrasados que conseguía a mitad de precio, Augusto Cicaré vio por primera vez en detalle las partes componentes de un helicóptero. Vivía en el campo cerca de Saladillo y antes de cumplir los veinte armó el primer prototipo con pedazos de elástico de una cama.
Estaba bien orientado, quiso volar, apuntó al cielo, se mantuvo unos segundos a menos de un metro del suelo. Cayó a tierra, pero comprobó que se podía. Pirincho, como apodaban a Augusto, diseñó y fabricó ultralivianos, los perfeccionó y exportó. Todo lo hizo desde Saladillo rodeado de llanura bonaerense.
Su amigo Juan Manuel Fangio le puso el ojo. Trabajaron juntos en el diseño de un nuevo motor que se exhibe en el museo del quíntuple campeón mundial en Balcarce. No se equivocaba, Cicaré fue un adelantado que siempre tuvo a mano dos elementos imprescindibles del inventor: curiosidad y espíritu de observación.
Audaz innovador, si hoy viviera recurriría a la IA para ampliar conocimientos. Pero sin resignar la condición de director su orquesta ni ceder la batuta.
La IA ofrece lo que le pidamos llave en mano. El riesgo es que se apropie de la batuta y dirija la orquesta del futuro.
Apasionado, en soledad y a la intemperie, Cicaré voló alto en el helicóptero producto de su trabajo e imaginación. Ejemplo vivo que frente a los desafíos que presenta el uso y abuso de la IA, el camino es dibujar sin recurrir al copie y pegue del Simulcop para evitar el riesgo de quedar atrapados, cautivos y dependientes de las nuevas tecnologías.