El film trata de la construcción de la bomba atómica para Estados Unidos. El brillante físico J. Robert Oppenheimer, al frente del Proyecto Manhattan, lidera los ensayos nucleares que finalmente crearán la bomba atómica para su país.
Oppenheimer se cuestiona las consecuencias morales de su creación. Es tiempo de guerra, el país norteamericano también cree que Alemania podría estar construyéndola en ese mismo momento. Por eso es que los tiempos son urgentes y el impacto de la misma lleva a pensar sobre el uso de las armas nucleares.
Sin embargo, fueron dos los Oppenheimer: Robert y Frank. Con la misma pasión por la ciencia, pero con diferentes enfoques morales. O quizás con diferentes oportunidades. La definición es “extinción humana”, con el peso de esta expresión que nos pone a nosotros mismos como responsables de nuestra propia existencia. Pero, ¿alguien lo pensó antes de la tremenda creación y su explosión?
Los hermanos Oppenheimer eran muy parecidos. Ambos estudiaron física, ambos eran grandes fumadores, apasionados del arte y la literatura, con enormes y penetrantes ojos azules heredados de su madre Ella Friedman Oppenheimer. Su padre era Julius, patrono de la Sociedad para la Cultura Ética, dedicada al “amor a lo correcto”.
Parecidos pero también opuestos
Repasaremos la biografía de la interesante vida de estos hermanos con un recorte extraído de la periodista KC Cole, autora de ocho libros de no ficción, el más reciente de los cuales es Something incredibly wonderful happens: Frank Oppenheimer and the world he made up (Sucede algo increíblemente maravilloso: Frank Oppenheimer y el mundo que inventó).
Editora senior de la revista Wired, profesora en el programa de honores de la Universidad de Washington, ha escrito para docenas de periódicos y revistas.
Robert y Frank, dos niños talentosos
Robert era, según admitió él mismo, “un niño untuoso y repulsivamente bueno”. Frank era cualquier cosa menos eso. Salía a escondidas por la noche para escalar las torres de agua de los tejados de Nueva York; para cuando ya estaba en secundaria, utilizaba la corriente eléctrica de la casa familiar para soldar cualquier metal que caía en sus manos. Desarmó el piano de su padre (y se pasó la noche en vela armándolo de nuevo).
Robert aprobó Harvard en tres años y obtuvo su doctorado en la Universidad de Gotinga dos años más tarde, en 1927, a los 23 años. Frank no obtuvo su doctorado hasta los 27. Robert era arrogante, quisquilloso respecto a con quienes se relacionaba. Frank hablaba con cualquiera, al punto de llegar a entablar amistad incluso con el agente del FBI que lo seguía.
Cuando Robert se incorporó al cuerpo docente de Caltech, se le describía como “una especie de santo patrón”, siempre en el centro del escenario, suave, elocuente, cautivador. Cuando Frank llegó a Caltech, muchos años después, para realizar estudios de posgrado, se le describía “al margen, con los hombros encorvados, la ropa desaliñada y deshilachada, los dedos aún sucios del laboratorio”.
Aun así, se querían mucho. Frank lloró cuando Robert se fue a hacer sus estudios de grado a Europa. Robert escribió a Frank que renunciaría con gusto a sus vacaciones “por una tarde contigo”. A su hermano pequeño le enviaba libros de física y química, un sextante, brújulas, un metrónomo, además de cartas llenas de sabiduría fraternal. Mi favorita: “Tratar de ser feliz es tratar de construir una máquina sin más especificaciones que la de funcionar silenciosamente”.
En verano, se retiraban a una cabaña en las montañas de Nuevo México, a la que Robert llamaba Perro Caliente. Cabalgaban por cumbres a 4.000 metros de altura, unos 1.600 kilómetros cada verano. Durante una cabalgata nocturna, Robert se cayó del caballo. “Estaba muy delgado”, dijo Frank. “Aquí estaba este pedacito de protoplasma en el suelo, sin moverse. Me asusté, pero estaba bien”.
En un viaje por carretera de vuelta a Caltech, Frank volcó el vehículo y cayó en una zanja, a Robert se le quebró el brazo. Cuando Robert se detuvo en una tienda para comprar un cabestrillo, volvió con uno de color rojo brillante, para animar a su hermano pequeño, que sabía que se sentía mal por el accidente.
El mundo que les rodeaba era tenso, con el fascismo en auge en Alemania, Italia y España. La Depresión significaba que seguía habiendo gente sin trabajo. Robert se mantuvo al margen de la política, pero Frank se metió de lleno en ella. Se casó con una estudiante de la Universidad de Berkeley que era miembro de la Liga de Jóvenes Comunistas, luego él también se unió. Admiraba a los comunistas por tomarse en serio el desempleo –y por comprender las amenazas de Hitler y Mussolini–. Su punto de inflexión personal fue el trato que recibían los negros en una piscina pública de Pasadena: a los negros solo se les permitía entrar los miércoles; la piscina se vaciaba antes de que los blancos volvieran los jueves. Solo el Partido Comunista parecía preocupado.
Robert no aprobaba la decisión de Frank de unirse al partido, y tampoco la de su mujer, Jackie, a la que se refería como “esa mesera”. Acusó a Frank de ser “lento” porque tardó lo que Robert consideraba demasiado tiempo en obtener su doctorado. Calificó el matrimonio de Frank de “infantil”. Los sentimientos llegaron a ser mutuos. Jackie consideró más tarde a Robert y a su mujer, Kitty, pretenciosos, falsos y estirados.
Frank no tardó en darse cuenta de que no estaba hecho para ser comunista y lo dejó. Consideraba que el partido era demasiado autoritario y no estaba tan interesado en la justicia social como en las pequeñas discusiones. Robert nunca se afilió, aunque Kitty había sido miembro del partid).
Hermanos en la teoría cuántica y los átomos
Los dos hermanos trabajaban como físicos cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor en 1941. Robert, el teórico, compartía la revolucionaria física de la mecánica cuántica con sus colegas estadounidenses de Berkeley y Caltech, donde trabajaba conjuntamente. Frank, un experimentalista nato, trabajaba con Ernest Lawrence en Berkeley en el rápido desarrollo de la tecnología de los aceleradores de partículas –conocidos por algunos como “desintegradores de átomos” –.
Una vez que quedó claro que la enorme energía contenida en el núcleo atómico podía utilizarse para construir una bomba –y que la Alemania nazi bien podría estar haciendo precisamente eso–, el presidente Franklin Roosevelt aprobó un gran esfuerzo estadounidense para adelantarse a ellos: el Proyecto Manhattan. Todo el mundo se sorprendió cuando el general Leslie Groves nombró director a Robert. De la noche a la mañana, aquel joven etéreo que disfrutaba leyendo poesía en sánscrito se convirtió en el cabecilla de la mayor concentración de mentes brillantes jamás reunida: científicos de todo el mundo convocados a un laboratorio improvisado en una desolada meseta de Nuevo México, donde construirían una bomba atómica para detener a Hitler.
Frank, mientras tanto, trabajó con Lawrence en lo que denominó “pistas de carrera” (oficialmente calutrones), utilizados para extraer pequeñas pero vitales cantidades de uranio-235 puro de una sucia mezcla de isótopos, dirigiéndolos en círculos con imanes. El uranio-235, al igual que el plutonio-239, se desdobla fácilmente, justo lo que se necesitaba para desencadenar una reacción en cadena. Como nadie sabía cómo reunir una masa crítica para provocar una explosión, se buscaron dos diseños simultáneamente. La bomba de plutonio recibió el sobrenombre de Fat Man; la de uranio, Little Boy.
Frank ayudó a supervisar un enorme complejo para la separación de uranio en Oak Ridge, Tennessee. A Frank le caía bien el general Groves y a Groves, a su vez, le caía bien Frank, y más tarde lo defendió cuando fue expulsado de la física por sus ideas políticas.
A medida que se acercaba el momento de probar la bomba, Frank se unió a su hermano en el emplazamiento de Trinity, un desierto de matorrales secos que antes formaba parte del campo de bombardeo de Alamogordo. Frank, que veía su trabajo (irónicamente) como un “inspector de seguridad”, trazaba rutas de escape a través del desierto y se aseguraba de que los trabajadores llevaran cascos.
Finalmente, el 16 de julio de 1945, se dio el visto bueno. Tras una larga noche en vilo, viendo cómo la lluvia torrencial y los relámpagos se cernían sobre “el artilugio” –una bomba de plutonio Fat Man encaramada a una torre de 30 metros de altura–, se pulsó el proverbial (y literal) botón.
Los hermanos se tumbaron juntos en el búnker más cercano, a ocho kilómetros de distancia, con la cabeza hacia el suelo. Frank describió más tarde la “nube flotante sobrenatural. Era muy brillante y muy púrpura y muy impresionante… y todos los truenos de la explosión rebotaban, rebotaban de un lado a otro en los acantilados y colinas. El eco continuaba y continuaba…” La nube, dijo, “parecía quedarse allí para siempre”.
Frank y su hermano se abrazaron: “Creo que nos dijimos: ‘Ha funcionado’”.
El 6 de agosto de 1945, Little Boy fue lanzado sobre la prístina ciudad de Hiroshima –que deliberadamente se había dejado intacta por las bombas estadounidenses, para evaluar mejor los daños–. En un instante, la ciudad quedó prácticamente arrasada, la gente reducida a cenizas carbonizadas, los supervivientes cojeando con la piel arrancada y colgando de sus cuerpos como harapos. Se calcula que unas 140.000 personas murieron en el ataque y en los meses posteriores, según las autoridades japonesas.
Frank se enteró de la noticia fuera de la oficina de su hermano en Los Álamos. “Hasta entonces creo que no había pensado realmente en toda esa gente aplastada”, dijo. El bombardeo estadounidense de Nagasaki con Fat Man, solo unos días después, elevó aún más el número de muertos.
Algunos físicos vieron su éxito como un fracaso moral. Sin embargo, muchos –incluidos Frank y Robert– también esperaban que esta nueva arma hiciera que la gente viera el mundo de otra manera; esperaban que, en última instancia, trajera la paz. “Aquellos eran los días en que todos brindábamos por una sola cosa”, dijo Robert: “‘No más guerras’”.
Después de la bomba
Después de la guerra, las vidas de los hermanos se separaron, impulsadas por las circunstancias, de formas dolorosas para ambos.
Robert era un héroe; se relacionaba fácilmente con los poderosos. Era el famoso jefe de Einstein –director del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton–. Presidió un comité para asesorar al gobierno sobre un nuevo tipo de bomba mucho más potente: la bomba de hidrógeno. En lugar de dividir átomos, los fusionaba, utilizando la física de las estrellas. La bomba H podría ser mil veces más potente que la Little Boy.
El comité de Robert votó unánimemente en contra de desarrollarla. “Los peligros extremos para la humanidad inherentes a esta propuesta superan totalmente cualquier ventaja militar que pudiera derivarse de esta arma”. La describieron como una “amenaza intolerable para el futuro de la raza humana”.
Frank, por su parte, se había incorporado al departamento de física de la Universidad de Minnesota, donde construía detectores para captar los rayos cósmicos procedentes del espacio con equipos atados a globos que perdía con frecuencia, pero que perseguía con denuedo por los bosques cubanos y otros lugares remotos. Estaba entusiasmado con su descubrimiento de que las partículas de los rayos cósmicos no eran simples protones, como la gente había supuesto, sino los núcleos de muchos elementos –desde el hidrógeno hasta el oro–, lo que implicaba que algunos se habían forjado en explosiones de supernovas.
Al mismo tiempo, daba discursos “por todo lado”, como él decía, intentando educar al público sobre las bombas nucleares, intentando explicar lo que significaba realmente 1.000 veces más potente. Habló ante banqueros, asociaciones cívicas, escuelas. Argumentó que la llamada gente “inteligente” no era tan diferente de los demás. La desconfianza del “hoi polloi”, pensaba Frank, se debía en gran parte a la tendencia de la gente a atribuir su propio éxito a una única característica personal, que luego “idolatran” y utilizan para medir a todos los demás con el mismo rasero.
Pronto, su carrera de físico se vio truncada. El FBI había estado vigilando a ambos hermanos durante años, haciendo una pausa solo durante la guerra, cuando la inteligencia militar tomó el relevo. Los agentes los seguían a todas partes, pinchaban sus teléfonos y colocaban micrófonos en sus casas.
En 1949, Frank recibió una citación para comparecer ante el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes (HUAC, por sus siglas en inglés), donde se negó a utilizar la quinta enmienda, pero también se negó a testificar sobre nadie más que sobre sí mismo. Fue despedido del departamento de física de la Universidad de Minnesota, dejando el despacho del director entre lágrimas.
A pesar del apoyo de varios premios Nobel, del general Groves e incluso del entusiasta de la bomba H, Edward Teller, sus intentos por encontrar trabajo en otro lugar se vieron bloqueados en todo momento. Finalmente, un agente del FBI se lo dijo a Frank sin rodeos: si quería un trabajo, tenía que cooperar. “Entonces me di cuenta de lo que era el muro”.
Sin opciones, y con un recién comprado rancho para vivir en él “algún día”, Frank y Jackie se convirtieron en ganaderos serios, aprendiendo de los vecinos y de los manuales de veterinaria. (El FBI les pisaba los talones, acosando a los vecinos en busca de información, sugiriendo que estaban transmitiendo secretos atómicos a México). Mientras tanto, Frank pensaba y escribía sobre física y paz, derechos civiles, ética, educación y el papel fundamental de la honestidad en la ciencia y la vida pública.
Robert no aprobaba ninguna de las actividades de Frank. Pensaba que no había tiempo para involucrar al público en el debate; creía que podía utilizar su fama y poder para influir en la política de Washington hacia fines pacíficos. Frank expresó su disgusto por lo que consideraba el enfoque fútil y elitista de su hermano. Robert dejó claro que la idea de convertirse en ranchero le parecía un poco tonta –además de indigna para Frank–.
Frank sintió que ya no podía comunicarse con él. “Vi a mi hermano en Chicago”, escribió Frank a su mejor amigo Robert Wilson en Cornell en una carta sin fecha, probablemente de principios de los años cincuenta. “Me temo que me limité a divertirle un poco cuando, con amor fraternal, le dije que seguía confiando en que algún día él haría algo de lo que me sentiría orgulloso”.