Monte Hermoso 1989. A un par de huesos de comer perdices

Monte Hermoso 1989. A un par de huesos de comer perdices

Los acontecimientos actuales me remontan hacia aquellos años pasados.

Hoy, ya sin mi papá y sin mi mamá, pienso hasta adónde las crisis de nuestro país nos pueden cambiar el rumbo, o marcar.

Hasta dónde llega la línea que marca lo que está bien de lo que está mal.

Mis papás eran la muestra perfecta de que a veces los opuestos se atraen.

Eran inmensamente diferentes.

Mi mamá era pragmática, resiliente, trabajadora como pocas veces vi.

Ella quería progresar, iba para adelante como un camión llevándose puesto el mundo de ser necesario.

Era radical en su pensamiento. Las cosas eran blancas o negras.

A veces, iba tan rápido que era difícil seguirla.

Mi papá, por su parte, parecía estar exactamente donde quería estar y nadaba en su mundo lleno de grises. Medio hippie, en todas sus formas.

Él veía la vida como desde otra óptica, como si tuviera un par de  lentes diferente al del común de la gente.

En su economía, tener lo básico era suficiente, consideraba que las cosas importantes no valían plata.

Era muy divertida nuestra vida con tales contrastes. Casi siempre ellos mismos se tentaban mirándose los dos como diciendo ¿vos sos pelotudo? Uno al otro de manera simultánea.

Jamás tuvimos lujos. Vivíamos bien, pero con lo justo. Siempre alquilamos.

Aquel año, 1989, vivíamos en una casa muy muy linda, en la calle Dufaur, a una cuadrita del hermoso Hotel Nauta.

Mi mamá había hecho un enorme esfuerzo para alquilarla.

Habían nacido mis hermanitos, los melli.

Había un almacén a la vuelta de casa, lo de Pepito, en donde teníamos una cuenta que pagábamos siempre cuando papá cobraba el sueldo de la muni.

De un mes a otro necesitábamos 16 sueldos de mi papá para pagar la cuenta del almacén. Lo juro. No podíamos pagar el alquiler y recuerdo la angustia de mi mamá cuando se nos terminaba la garrafa.

Cuando papá llegaba del museo y los melli se dormían nos íbamos con mi mamá al faro a pescar burriquetas. A mí me encantaba, pero en el fondo sabía que lo hacíamos porque no teníamos para comer.

Nunca voy a olvidar la crudeza con la que la crisis nos pegaba y la desesperación de no saber “cómo vas a hacer» al día siguiente.

Para cocinar usábamos una cocina a leña; la prendíamos con piñas que juntábamos en la plaza parque.

El gas era para bañarse. Y bien rapidito.

Las diferencias entre papá y mamá, que antes eran divertidas, empezaron a dejar de serlo.

La vida entera de mí papá estaba dedicada al museo, en sus ratos libres buscaba fósiles y en sus vacaciones también, causa por la cual en su cabeza no existía ni se le cruzaba la posibilidad de buscar otro trabajo.

A decir verdad, era muy difícil, mientras crujía la panza, ver llegar a mi papá de la playa, con los pelos al viento todo contento con un hueso abajo del brazo. Aunque no dejaba de ser su trabajo.

Pero como no podía ser de otra manera, en medio de la crisis, la tragicomedia nos volvió a atravesar.

Un día llegó el Dim todo contento, del museo, y nos contó que había ido un contingente de yankees fascinados con la colección de fósiles.

Mi papá no hablaba inglés, pero mi mamá lo hablaba a la perfección. Entonces, el Dim invitó a los yankees a casa, para mostrarles los fósiles que aún estaban en preparación y, de paso, que mamá les hiciera de traductora.

Cuando vinieron, mamá entabló inmediatamente conversación mientras que el Dim desparramaba en la mesa, orgulloso, sus cascotes.

Para empezar, los yankees no eran yankees, eran canadienses.

Un silencio de los que aturden se generó en un momento.

Mamá le dijo a papá: Dim, estos tipos lo que quieren es comprarte los fósiles, dicen que les pongas precio.

Como a un nene al que le quieren sacar la bicicleta, papá empezó a abrazarse a sus cascotes diciendo que nada de lo que estaba ahí estaba en venta.

Los yankees que no eran yankees tiraban dólares arriba de la mesa y mientras que mamá tenía los ojitos iluminados el Dim estaba cada vez más indignado.

Mi mamá intentó hacerle entender a papá que un par de huesos nos salvaban la vida por un par de años, pero lejísimo estuvo de convencerlo.

– Los fósiles no son míos, son del museo, y el museo es de cada persona de Monte Hermoso, y aparte, todo lo que me están pidiendo es ilegal, sentenció.

Los yankees que no eran yankees se fueron con los bolsillos llenos de dólares.

El Dim se quedó con sus huesos.

Y mi mamá se fue, con la plata que le dieron después de vender el Mehari, que para mi papá era un símbolo, mostrando todo su enojo.

Muchos años pasaron.

Una vida.

Pero lo que más me impactó fue que, hace solo unos meses, unos días antes de morir mi mamá me dijo: tu papá nunca entendió que estuvimos a un par de huesos de comer perdices.

Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para que esta crisis que nos atraviesa ahora, rompa lo menos posible.

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