Luego de la vorágine de la temporada, era muy impactante el contraste de volver a ser pueblo.
De un día al otro, daba la sensación de que «la nada» de la historia sin fin había pasado por nuestro Monte tan Hermoso.
Los parlantes ruidosos del Pichicai de pronto se quedaban en silencio, y Mario Patín apagaba las largas hileras de foquitos de colores.
La calle Dufaur, que casi a la fuerza en temporada se transformaba en peatonal, volvía a ser una callecita más.
El bullicio de cientos de personas mezclado con los sonidos de las máquinas de Sacoa de pronto daba paso nuevamente al sonsonete de las olas del mar.
Ya no había que hacer largas colas para usar el pasamano de la placita ni para comprar un helado en lo de Borri.
Los miles y miles de colores que mostraban las sombrillas de los turistas se transformaban en un abrir y cerrar de ojos en la silueta de Leif y sus perros caminando por la orilla.
Los barriletes daban paso a las gaviotas.
Ya no había triciclos de alquiler, ni feria, ni circo ni camas elásticas.
Hasta los títeres de Paula se iban a hibernar.
Había que despedirse del micro pool, del bowling palo cero y piqui.
¡Se iban los churros de la paleta loca! Eso era terrible porque ninguno comíamos más un churro hasta la temporada siguiente.
Esos churros…
El heladero y su cántico abandonaban la playa.
Y lo peor… Ricel, las mellizas, Ratín, ponían en sus vidrieras los útiles escolares…
Se iban hasta las Olindias.
Y quedábamos de nuevo nosotros, con una extraña sensación de alivio y vacío.
Nunca voy a olvidar aquel primero de marzo, que vi un cardo ruso rodando por la avenida Faro Recalada entre la neblina, estilo pueblo fantasma, película de terror.
Muchos montermoseños sufrían aquel trance del caos a la soledad. Otros lo disfrutaban.
En lo personal, era igual de impactante el principio de temporada en que parecía una invasión extraterrestre, como el final… con el cardo ruso.
Pero eso si, Monte siempre fue, es y será Hermoso.