Mi Monte… aquel del que hablo siempre, a veces no era tan divertido.
Los inviernos eran crudos, silenciosos, solitarios y largos, muuuuuuy largos.
A decir verdad, muchas veces me aburría como un hongo. En casa solo éramos papá, mamá y yo.
La parte más divertida era ir al colegio.
No teníamos televisión. El aparato estaba. Pero pasábamos horas, horas y horas acomodando una papa con un alambre para agarrar la señal de, al menos, un canal.
Todo eso me llevó a leer todos los libros que había en mi casa. Los de grandes y los de chicos, sin discriminar.
Una vuelta cayó un vendedor de libros y mis papás compraron una colección que se llamaba «gran enciclopedia de los más pequeños».
Ese invierno fue más llevadero. Tal vez ustedes no crean esto, pero hasta el día de hoy me sé prácticamente de memoria los textos de cada uno de esos 28 libros.
Un día, camino al museo, mi papá me pidió que lo acompañara a ver a Eduardo. Entramos a una galería que quedaba abajo de un edificio. Puedo recordar la oscuridad cuando bajábamos al subsuelo, pero al final de todo… se veía luz.
Así fue como entré al lugar que terminó siendo mi refugio durante muchos años. La biblioteca popular.
Me pude sumergir en el universo Peter Pan (mi preferido), de Gulliver… con gigantes, con enanos; pude conocer a Hansel y Gretel y recorrer su historia en esas páginas cuantas veces quise.
Hadas, duendes, Gepetto y Pepe Grillo pasaron a formar parte de mi mágico mundo.
Recuerdo con emoción la primera vez que me pude llevar un libro a mi casa, asumiendo la responsabilidad de devolverlo al día siguiente.
Eduardo, aparte, daba clases de dibujo. Con un lápiz, un papel y una lámpara, nos enseñaba las técnicas de sombreado.
¡Ya no existían más tardes de aburrimiento! Nunca más.
La biblioteca popular de Monte Hermoso cumple 53 años.
Hace un tiempo visité mi Monte amado. Y ahí estaba más gloriosa que nunca la biblioteca en su nuevo lugar.
Solo de afuera pude ver a Eduardo y a la tía Marisa, que fue mi maestra del jardín. También estaba el hermano de mi compañera Andrea. Levanté mi mano saludando, pero pude ver sus rostros desorientados.
Claro, pasaron muchos años y aunque ellos están tal cual yo los recuerdo, yo ya no soy esa niña de los cuentos.
Un rato me quedé mirándolos y añorando aquel día en que aquella biblioteca cambió definitivamente mis aburridos y grises inviernos por un mundo de fantasía lleno de color.
¡Feliz cumple mi amada biblioteca!
*Foto, antigua sede, Museo Histórico de Monte Hermoso