Durante muchos años, cuando Monte Hermoso casi no existía, el imponente Tico Tico era la luz que iluminaba nuestro pueblo, junto al faro.
Fue el primer boliche de Monte.
Majestuoso, excéntrico y lujoso.
El Tico Tico era mucha vida ante una enorme soledad; era melodías en el silencio.
En aquel Monte recientemente forestado, el Tico Tico era el más maravilloso vergel, que cortaba de cuajo la aridez y el pedregullo de nuestro pueblo, del paredón blanco hacia adentro.
Un remanso para colibríes en medio de las gaviotas.
Siempre tuve la sensación de que ese lugar latía como si tuviese un corazón propio.
Caminar por la vereda del paredón, agarrada al dedo índice de mi papá, y frenar para respirar bien profundo sintiendo ese exquisito aroma a jazmín.
La curiosidad, el fisgoneo que ese lugar provocaba en mí, me llevó a conocer su historia de punta a punta.
El Tico Tico recibió desde sus inicios a grandes personalidades.
Escritores, pensadores, hombres y mujeres de ciencia, políticos, músicos, cantantes y hasta al mismísimo diseñador de Eva Perón.
En su interior había cuadros, esculturas, obras de arte, pero lo que más recuerdo, porque lo vi con mis propios ojos y llamaba muchísimo mí atención, es que en el comedor estaba el fichero de la ruleta del casino del Hotel de Madera, aquel hotel que dio lugar al nacimiento de nuestro pueblo.
Las fichas eran de nácar, rectangulares grandotas y ovales más chicas; estaban grabadas.
Cuando algún rayo de sol lo iluminaba, brillaban los tonos tornasolados y se podía ver como una real y verdadera joya.
Desde muy chiquita, siempre pensé que del otro lado de aquel paredón blanco había un tesoro y aquel fichero fue lo más parecido a lo que yo imaginaba encontrar.
El resto del tesoro lo conocí y entendí con el paso del tiempo.
En ese Monte Hermoso rústico y solitario, en el que apenas comenzaban a asomarse las primeras instituciones, casi sin querer y por su propio peso, el Tico Tico (luego La Colina) funcionaba como una gran casa de la cultura.
Atravesar aquel gran paredón implicaba despojarse de prejuicios, abrir la cabeza, escuchar, entender y aprender.
Atravesar el paredón era empaparse de sabiduría.
Y debo decir que del otro lado había una energía muy pero muy especial, de la que todo el mundo hablaba.
Recuerdo que mi abuela decía que había una especie de campo magnético que enamoraba y te dejaba como en un estado de elixir total.
Por su parte, mi papá, el Dim, que era un tipo de ciencia, adjudicaba esa energía al exceso de oxígeno que emanaban la gran cantidad de árboles y plantas y la alquimia que esto generaba al mezclarse con los más sublimes aromas de las flores y el pasto mojado.
Mario y Alberto, sus dueños, cuidaban este lugar más que a su propia vida y lo mostraban llenos de orgullo.
Cierro los ojos y casi puedo volver a ver a Mario mientras doblaba una bata de seda natural diciéndole a mi papá: «Dim, imaginate, este lugar no puede ser otra cosa que la casa de la cultura del pueblo algún día».
Ante semejante declaración, mi papá, que además de un soñador empedernido era el director del Museo del pueblo, comenzó a armar reiteradas reuniones con Mario, Alberto, y con Jorge Chiaradía, quien era el director de cultura municipal por aquellos tiempos.
Estuve presente en muchas de aquellas reuniones.
La creatividad del gordo Chiaradía, la excentricidad de Mario, la sabiduría de Alberto y el delirio de mi papá, eran una combinación perfecta para imaginar y soñar las cosas más espectaculares.
Podría estar días contando todas las ideas que se cruzaban por esas cabezas, un poco locas pero indiscutiblemente adelantadas.
Los planes, los sueños y las ideas quedaron truncos cuando Mario y Alberto enfermaron y murieron.
En ese momento La Colina quedó como detenida en el tiempo, como si un reloj de arena hubiera tirado ese último granito y ya está… todo se paralizó.
Muchos años pasaron.
Sin embargo, en cada una de mis visitas a Monte Hermoso jamás deje de pasar por el Tico Tico sin lograr entender semejante oscuridad en ese lugar tan mágico.
Pero en el fondo de mi corazón, como dije antes, soy una convencida de que el Tico Tico late por cuenta propia y sin lugar a dudas va a volver a brillar, como Mario y Alberto soñaron, como un gran lingote, pero esta vez siendo lo que estaba destinado a ser: la gran casa de la cultura de Monte Hermoso.
Los rumores de que la municipalidad está intentando llegar a un arreglo son sólidos.
El Tico Tico late, y late y late, al compás de las tratativas, cada vez más fuerte.
Qué lindo va a ser que todo el pueblo te pueda ver brillar.
Que satisfacción siento.
P. D.: Mario era uno de los hijos de Antonio Benito Costa, uno de los fundadores de Monte Hermoso.
Alberto Castaño, su pareja y un tipo verdaderamente excepcional.