En 1983 yo iba al jardín que se ubicaba en la plaza Parque, justito justito adonde hoy está el carrusel. Vivía a un par de cuadras, sobre la calle Dufaur.
En el recorrido de casa al jardín y del jardín a casa, no podía dejar de mirar el enorme paredón blanco que estaba frente al jardín, intentando imaginar qué era lo que guardaba tan celosamente.
Hacia adentro solo podían verse plantas y árboles. Algunos muy exóticos. Desde el paredón hasta las plantas era todo fuera de lo ordinario.
Al caer la noche se encendían las luces, de afuera y de adentro, dando vida a la enorme esquina de aquel Monte rústico y solitario.
– ¿Papá, que hay ahí? pregunté un día.
Dim, con las manos en la cintura, frente al portón, me respondió: un tesoro.
Lejos, lejísimo de saciar mi curiosidad, la palabra tesoro, con mis escasos cinco años, empeoró ampliamente el fisgoneo que aquel paredón blanco me provocaba.
De ida y de vuelta, todos los días, cuando iba al jardín, estudiaba la manera de poder ver el tesoro.
Una vez me trepé a un enorme árbol de la plaza Parque, hasta arriba del todo para ver si lograba ver algo.
Pero no.
Cuando fui a bajar se me complicó bastante y justo pasaba Robertito, que era compañero del jardín, quien me ayudó a bajar, pero eso me obligó a contarle del “tesoro”.
Con Robertito descubrimos una casa lindera que tenía un patio que de acuerdo a nuestros cálculos daba justito a la parte de atrás de la casa del paredón. Estaba desocupada, seguramente era de algún turista.
Había un cerco que dividía las casas. No se podía pasar a la del tesoro pero sí podíamos ver entre las hojitas. Pude ver un lago artificial. El pasto tan verde, cortito y cuidado, todo impecablemente parejito; y al caer el sol se formó una enorme alfombra de bichitos de luz.
Aquel día vi por primera vez una palmera de verdad.
Volví tan feliz a mi casa…
Cuando le conté a mi papá que el tesoro aún no lo había encontrado pero que había estado bastante cerca, lejos de ponerse contento empezó a los gritos y me dio flor de sermón sobre la propiedad privada, lo mal que me había comportado, etcétera etcétera.
Cuando se le pasó el enojo, se sentó a explicarme que «el tesoro» era histórico.
Sentí que me había aplastado un tren.
Meses buscando un cofre con oro, plata y coronas con rubíes brillantes, para enterarme que el tesoro eran fotos, documentos y todas esas cosas viejas que le gustaban al Dim.
Más allá de mi desilusión, papá me contó que ese era el «Tico Tico», el primer boliche de Monte Hermoso, y que allí estaba la mitad de la historia del pueblo ya que era propiedad de los Costa.
También me contó que era un boliche muy pero muy exclusivo, lujoso y exótico, y que gente de toda la zona viajaba entre dunas durante horas para ir al Tico Tico.
Nadie quería perderse su majestuosidad.
Mi ilusión de encontrar diamantes estaba por el piso, pero más allá de eso, seguía dándome curiosidad.
Pocos días después, durante un almuerzo familiar, mi abuela materna comentó que conocía muchísimo a los Costa y que en el Tico Tico vivía Mario.
A mi papá se le iluminó la cara.
– Presentámelo, le imploró.
Así fue como, al fin, estuvimos del otro lado de aquel paredón blanco.
Recuerdo a Mario y a mi papá sumergidos en frondosas charlas, viendo fotos y papeles sobre la historia de nuestro pueblo.
El lugar era verdaderamente mágico.
Había una enorme pecera en una pared, con peces tropicales de unos colores increíbles. Eso lo recuerdo porque cuando me aburría, Mario me dejaba alimentarlos.
Mario era totalmente generoso. No dudaba en contarle en detalle a mi papá la historia de la casa, de cada elemento, de cada foto y cada documento.
Colaboró muchísimo con el museo, al igual que todos los Costa.
Hace unos días estuve por Monte y ahí estaba, intacto, el paredón blanco. Tal vez no tan alto como yo lo recordaba, abrazando al Tico Tico, uno de los grandes tesoros de nuestra historia.
*Natalia, radicada desde hace un tiempo en Bahía Blanca, es hija de Vicente “Dim” Di Martino, impulsor y creador del Museo de Ciencias Naturales de Monte Hermoso que lleva su nombre