Las vacaciones cortan las amarras que sujetan al cuerpo al hacer productivo. Entonces, pueden parecerse a la auténtica libertad.
Desde el medioevo hay rastros de las elites que huían de las pestilentes ciudades europeas; los clérigos de distintas creencias salían en busca de un lugar apropiado para orar y recogerse; los aristócratas y artistas del Renacimiento en pos de viajes “turísticos” y “culturales”.
Si bien “tomar vacaciones” (del latín vacatio, que refiere al descanso de una actividad habitual) o “hacer turismo” son ideas modernas, desde hace por lo menos 2.000 años hombres y mujeres se las ingenian para romper las ataduras de la rutina y la repetición. Ya sea de en busca de descanso, salud o atribulada maravilla.
Con la llegada del Estado moderno las vacaciones comenzaron a incorporar más y más participantes, dejando de ser un privilegio de las elites de los siglos XIX y XX hasta convertir al turismo en el segundo sector de mayor crecimiento de la economía mundial del siglo XXI, solo detrás de la producción de manufacturas.
A pesar de que hoy bajo las sombrillas el bronceador compite con el alcohol en gel y de que se pasea por las serranías con tapabocas, “irse de vacaciones”, “hacerse una escapada” o simplemente “rajarse unos días algún lado” sigue siendo tan indispensable como la mejor vacuna.
Tiempos modernos
En el mundo moderno las vacaciones comenzaron siendo un privilegio de los ricos. Eran ellos quienes disponían del dinero para pagarlas. Podían transportarse a orillas de mar, a la campiña o allí donde el clima fuera más benigno para la salud o el esparcimiento.
Eso hacían, por ejemplo, los aristócratas y burgueses ingleses en el siglo XVIII, que viajaban hacia la Europa continental escapando al invierno gélido y húmedo de las islas británicas.
Los viajes comenzarán a ampliarse a partir de las primeras décadas del siglo XX, con el nuevo paradigma que operará el capitalismo, fundamentalmente occidental y urbano, respecto a los trabajadores.
La mano de obra debía ser cuidada para garantizar su vigencia y productividad. Los trabajadores alienados por la rutina y la repetición que Charles Chaplin inmortalizó en “Tiempos Modernos” fueron incorporados al consumo masivo. Se sancionaron leyes para protegerlos y surgió un tipo de Estado (el Estado de Bienestar) que además las hacían cumplir.
“Las vacaciones pagas en Argentina presentan antecedentes en la década del 30 con la sanción de la ley 11.723, a través de la cual se introdujeron medidas protectoras importantes para los trabajadores, aunque solamente alcanzaban a quienes se desempeñaban en el sector comercial”, recordó el abogado laboralista Juan Pablo Chiesa en una columna publicada en Télam.
El letrado recuerda que las vacaciones pagas para el conjunto de los trabajadores llegaron a través del Decreto 1740/45 del 23 de enero de 1945, cuando “la Secretaría de Trabajo y Previsión a cargo del coronel Perón establece el derecho a gozar de un período de vacaciones pagas a los trabajadores de todos los sectores”.
Las vacaciones pagas se convirtieron así en un derecho. Pocos años después serían incorporadas a la Constitución Nacional de 1949, sancionada durante el primer peronismo, y se mantendrían cuando esta fue derogada, a través del artículo 14 bis de la Carta Magna sancionada en 1957.
Un hecho social
Irse de vacaciones se transformó en un hecho social. A medida que el bienestar económico se redistribuía se incorporaban nuevos estratos de la sociedad a la posibilidad de un descanso anual.
Disponer de tiempo libre de las obligaciones laborales, al menos durante un período limitado, transformó la vida familiar y comunitaria. Con el paso de los años el turismo se convirtió en un actor económico fundamental en todo el mundo.
A partir los años 50 del siglo XX el desarrollo de los medios de comunicación y transporte “acortaron” el tiempo y las distancias. La multipliación de rutas, la fortaleza de la red ferroviaria y el uso generalizado del automóvil jugaron un rol clave, al décadas más tarde se sumó de manera masiva el transporte aerocomercial.
Incluso las denominadas guías turísticas formaron parte de este fenómeno. Desde la famosa guía Michelín, creada en Clermont-Ferrand (Francia) ya en agosto de 1900 por la fábrica de neumáticos del mismo nombre, hasta las míticas guías y cartografía desarrolladas por el Automóvil Club Argentino e YPF en nuestro país. Todas surgidas para estimular el uso del automóvil y la actividad turística.
Las olas y el viento
“Cuando comenzaron a surgir los balnearios en las playas argentinas, a fines del siglo XIX, eran una copia de los balnearios franceses e ingleses, como Bristol, Biarritz o los de la Costa Azul”, relata el historiador Felipe Pigna.
Las vacaciones en el mar se convertían así en una marca de identidad, de estatus social y en sinómimo de descanso y esparcimiento para los argentinos casi desde los primeros pasos de nuestro país como Nación. Mar del Plata, o la “Ciudad feliz”, fue el primer gran símbolo de aquel fenómeno.
Pero no fue la costa atlántica bonaerense sino el Río de la Plata el lugar elegido en un inicio para el “descanso reparador”. Quienes vivían en Buenos Aires durante la época colonial y hasta bien entrado el siglo XIX elegían “refrescarse” ante las altas temperaturas del verano en las barrancas que deban al río, ya sea en lo que hoy es la Ciudad de Buenos Aires como en San Isidro o Vicente López.
Será recién a fines del siglo XIX que las clases propietarias elegirán las playas marplatenses como descanso, a imagen y semejanza de lo que ya ocurría en Europa. Este fue el punto de partido de la construcción de Mar del Plata como máxima expresión del turismo nacional y punto álgido en la disputa que produjo la movilidad social impulsada por el peronismo.
Es que la ampliación de derechos a sectores medios y trabajadores, el desarrollo de los caminos por tierra y del ferrocarril y el fortalecimiento de los sindicatos de mediados del siglo XX los que convirtieron a las playas bonaerenses en un símbolo de las vacaciones argentinas.
Con Mar del Plata con una fuerte carga simbólica, pero también con las sierras de Córdoba y los cordones montañosos de la Patagonia o del norte del país, las vacaciones se volverían masivas, expresión de la movilidad social y manifestación de derechos adquiridos.
Turismo de masas
De los 7.700 millones de habitantes que el planeta tenía en 2019, 1.500 millones viajaron fuera de sus países ese mismo año, según datos de la Organización Mundial de Turismo (OMT) dependiente de la ONU.
Esto es posible, entre otros factores, porque viajar es cada vez más barato. Un boleto de avión cuesta menos de la mitad que en 1999, según la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA).
Sin embargo, la pandemia provocada por el Covid-19 supuso un freno para los viajeros de todo el mundo. Según la OMT en los primeros diez meses de 2020 hubo 900 millones menos de turistas internacionales frente al mismo período de 2019, en lo que organismo considera el peor año en la historia de la industria.
Después de todo, la cantidad inédita de personas viajando por todo el planeta fue el principal disparador del coronavirus como pandemia global, poniendo en evidencia uno de los aspectos negativos de la mayor circulación de personas por todo el planeta.
Otros son la “turismo fobia” que estalló en distintas ciudades del mundo (como las protestas que se registraron en 2018 en Barcelona contra el denominado turismo de cruceros); el deterioro del medio ámbiente que provoca el turismo intensivo; y la destrucción del patrimonio cultural que se registra en sitios históricos y ciudades milenarias.
“Viajar supone rechazar el empleo del tiempo laborioso de la civilización en beneficio del ocio inventivo y feliz. El arte del viaje induce a una ética lúdica, una declaración de guerra a cuadricular y a cronometrar la existencia”, asegura el filósofo francés Michel Onfray en “Teoría del viaje, poética de la geografía“ (Taurus, 2019), donde distingue entre viajeros y turistas.
Tal vez el mayor desafío para la humanidad sea lograr más viajeros y menos turistas. Esto es: apostar a las vacaciones como hecho social que resta los cuerpos a la productividad y los entrega al “ocio inventivo y feliz”, pero sin convertirlas en un aparato de destrucción. En una máquina que obstruye el goce, aunque se arrope con mallas y ojotas.
Fuente: Télam