Reproducimos esta nota publicada en el sitio ESPN, que escribió Bruno Altieri tras la ceremonia realizada este sábado pasado en Springfield, Massachusets, Estados Unidos.
Manu Ginóbili, el atleta perfecto, el caballero ilustre del juego, interrumpe su discurso sólido en inglés y aclara que lo que viene, lo que dirá ahora, será en castellano.
Las más de 1.500 personas presentes en el Simphony Hall hacen silencio. Hay personalidades de todo el mundo: periodistas, entrenadores, jugadores del máximo nivel mundial. Ginóbili es el último en hablar, el plato fuerte de la Clase 2022.
La ceremonia de etiqueta incluye un comienzo de alfombra roja: estamos en los Oscar del básquetbol y así lo entiende el mundo. Esto no es para cualquiera. De Jerry West, Reggie Miller, Isaiah Thomas, Tony Parker y Tim Duncan –presentador de Ginóbili–, a Luis Scola, Andrés Nocioni, Fabricio Oberto y Pepe Sánchez, entre otros.
El mundo del básquetbol, apretado en un puño, se concentra entonces en lo que Manu está a punto de decir. «Sepo, Lea, mis hermanos, gracias por aclararme el camino. Yo quería ser como ustedes. Papá, mi primer y más grande seguidor, ¡cómo me hubiese gustado que estuvieras acá y puedas entender lo que está pasando hoy! Te extraño mucho, viejito», dice Emanuel y se quiebra en un llanto que recorre el mundo.
Ahora, los que sonreían, los que aplaudían fuerte, no pueden contener las lágrimas. Leandro, el más grande de los hermanos, el de los chistes, llora como un niño. Lo mismo pasa con Huevo Sánchez, su primer entrenador y amigo de la familia. Sus amigos de la Generación Dorada. Many, su mujer. Los fans que hablan en inglés y los que hablan en castellano. Los de San Antonio y los de Argentina.
Y yo estoy llorando también mientras escribo estas líneas. Porque en este momento, Yuyo, Gino, Jorge, el motor de Bahiense del Norte, es un viaje en el tiempo que transporta a Emanuel al primitivismo del juego. Ya no es Ginóbili, vuelve a ser Manu por unos segundos. El chico que lloraba porque no crecía, que parecía que no iba a ser pero que terminó siendo el más grande de todos los tiempos.
Regresa Manu entonces a la primera vez que tocó una pelota de básquetbol, cuando el Salón de la Fama ni siquiera era un sueño. Cuando la NBA era un póster de Michael Jordan pegado en la habitación. Jugar para divertirse, para hacer amigos, para construir equipos.
Yuyo es ahora el padre que representa a todos los padres, los que están con nosotros y los que ya no están. Los que encendieron la llama, los que provocaron que amemos este deporte como a nada en el mundo. El verdadero Salón de la Fama es el que traemos de fábrica, grabado en la piel. Inscripto en el corazón. El circuito de la niñez que dispara lo que vendrá después. El camino que reúne dolores y alegrías. El que Ginóbili invita a vivir esta noche en su discurso inolvidable.
«Mamá, sé que estás mirando por ahí. Me llevó tener tres hijos varones darme cuenta del sacrificio que hiciste por nosotros. El amor en actos, la libertad de elegir. Gracias, ma». ¿Qué es la vida si no es un aprendizaje constante? «Many, Luca, Dante y Nico. Lo que más amo es lo que hacemos ahora nosotros. Viajar, disfrutar, amo lo que son. Los quiero con el corazón».
De la experiencia italiana a los dieciséis años ininterrumpidos en los Spurs. La mirada atenta de Duncan y la emoción de Gregg Popovich. La presencia de Parker para conformar el trío más ganador de todos los tiempos. «En ese lapso, también tenía otra carrera: lo hicimos todo como equipo y no hay nada que valore más. Los campeonatos, pero también las decepciones. Las cenas largas y los desayunos temprano. Los amo, son mis amigos, fue increíble».
La Selección Argentina presente. Scola, el padre del conjunto albiceleste. Nocioni, el alma. Pepe, el cerebro. Oberto, el sacrificio. Gaby Fernández, el pegamento. Y el detalle único de la organización de poner esa bandera, nuestra bandera, al lado del logo de los San Antonio Spurs.
Ginóbili es en sí mismo una lección de humildad. Su carrera ha sido una enseñanza. Una lección que jamás morirá y por lo que será recordado por los tiempos de los tiempos: Manu, esta noche, no es un Hall of Famer más.
En una sala en la que abundan premios individuales, en la que la competencia mal entendida exige aplastar al de al lado, Ginóbili enseñó un camino diferente. Logró con hechos, y no con palabras, ser el mejor jugador de equipo de todos los tiempos. Dar un paso atrás para que los demás se luzcan. El que logró, junto a un grupo único e indestructible, derrotar a la potencia más grande de básquetbol de todos los tiempos y obligarlos a cambiar. Que los hizo reflexionar y entender que no existe mejor jugador que todos juntos. Aprendió primero y enseñó después. «Esto es lo que hago, coach», recuerda Pop. «Un genio del caos», agrega Duncan.
En la última exhalación, cuando ya no queda nada, la vida se presenta en imágenes. Flashes que van a la velocidad de la luz a la espera del juicio final. De Bahía Blanca a Springfield en un viaje deportivo sin igual. La reunión perfecta que corta transversalmente los tiempos.
Los dioses del básquetbol unidos para abrir el portón y volver a contar una película interminable: Manu en viaje a La Rioja y Mamá Raquel diciendo que tiene que estudiar. El Casanova que explota con la volcada memorable de Ginóbili tras asistencia de su hermano Sepo. Ettore Messina tomándose la cabeza en Italia tras el vuelo de Manu hacia el aro. Yuyo, su papá, junto a Popovich, padre adoptivo, sonriendo en una tribuna. El abrazo a los saltos en Indianápolis y el mundo rendido a nuestros pies.
El Puma Montecchia que recibe, gira y pasa el balón para que su amigo Manu dibuje la jugada perfecta. La bandera argentina encima de la de Estados Unidos e Italia en el podio. Manu y Fabricio abrazados con el trofeo Larry O’Brien.
Duncan, Parker y Manu con champagne tras el cuarto título juntos frente al Rey LeBron. La pelota bajo su brazo en la despedida entre lágrimas en Río 2016. Su camiseta colgada en el AT&T Center ante la atenta mirada del mundo. Sus palabras en la ceremonia de inducción al Salón de la Fama.
Avanza por la izquierda ahora con balón dominado. La juventud plena, la figura estilizada, las piernas que vuelven a ser elástico. En sus ojos se esconde mucho más que un objetivo: es el cazador furtivo que detecta la presa. Hambre en continuado a punto de ser saciada.
Allí va Ginóbili de nuevo con el aro entre ceja y ceja. Pisa la llave, se eleva y entierra el balón con mano izquierda. El estadio explota en un alarido, los fanáticos en Argentina despegan del sillón. Manu, sin embargo, piensa la jugada que viene. Y la otra, y la que vendrá después. Nunca conforme, siempre distinto. «No se trata de ser el mejor, sino de buscar nuestra mejor versión posible todos los días».
Único, irreproducible e irremplazable. El deportista perfecto que no tuvo fisuras dentro ni fuera de la cancha. El argentino aspiracional, el genio que vimos crecer hasta convertirse en nuestro propio Michael Jordan. El que se sentará a la misma mesa que Larry Bird, Magic Johnson, Wilt Chamberlain y Bill Russell, entre otros genios del juego. El que supo creer pero más que eso trabajó para lograrlo. Sin atajos ni excusas. El que fue el mejor pero luchó como nadie para hacer a los demás mejores.
«¡Papá, cómo me hubiese gustado que estuvieras acá y puedas entender lo que está pasando hoy! Mi primer fiel y más grande seguidor»
Yuyo, Gino, Jorge, ya sabía que eras un Hall of Famer, Manu.
Él ya lo sabía.