Desde hace muchos años, el debate, la discusión de ideas, se esfumó del escenario político argentino.
Puede ser que acá se hayan tomado demasiado en serio, y literal, la tesis del fin de la historia como la extinción de la lucha de ideologías elaborada por Francis Fukuyama en 1992, pero es un fenómeno universal.
Antes de eso, para las elecciones presidenciales de 1989, Carlos Menem recurrió a su entusiasta reclamo “síganme, no los voy a defraudar” como invocación a que lo votaran, sin más argumentos, salvo la altisonante, presuntuosa, promesa de “revolución productiva y salariazo”.
Se inauguró así el extenso período de reinado de la imagen y del marketing combinado con la utilización de eslóganes, apelaciones, frases y consignas pretensiosas (de significado incierto) como forma de seducción del electorado.
El dramático quiebre de 2001 completó el ciclo decadente con un peligroso rechazo generalizado a la política y a los políticos, hasta con la amenazante percepción de que la democracia resultaba incompetente para resolver las demandas de los ciudadanos, lo que persiste, con vaivenes y distintos matices.
La mediocridad discursiva y programática se instaló en todo el mundo, al ritmo de la limitación intelectual de los líderes.
El surgimiento y la consolidación del kirchnerismo en el poder resultó ya una escuela de artilugios dialécticos para encubrir o disimular inconsistencia o hasta inexistencia de ideología definida y de programas de gobierno, en sintonía con un sistema de ideas solo enunciadas, nunca desarrolladas.
«Donde hay una necesidad nace un derecho», «cuidar la mesa de los argentinos», y la cansadora alusión al «Estado presente» como un ente abstracto que todo lo abarca, que cobija a todos con su manto exuberante, resultaron fórmulas incapaces de evitar altísimos niveles de pobreza, indigencia, exclusión y abandono a que fue arrastrada una amplia capa de actores sociales indefensos.
La inesperada, abrupta, irrupción de Javier Milei provocó un tsunami en el tedioso contexto político, que puso todo patas para arriba, impulsado por una mayoría que se cansó, harta ya de estar harta.
Toda una novedad en la Argentina, por primera vez en los años de los que se tenga memoria alguien que sin tapujos se reconoce “de derecha” gobierna el país y, a su manera, a los empujones, arrastra al resto a discutir ideas.
Claro que una vez puesto a tomar decisiones, el nuevo mandatario, sin decirlo, debió aceptar porque no le quedó más remedio que la teoría de que “el mercado todo lo resuelve” resulta tan ilusoria como aquella otra del Estado omnipresente, todopoderoso.
Bien podría alegar que eso (al igual que su ardiente deseo, entre otros, de borrar de la faz de esta tierra al Banco Central) no es aplicable en el escenario económico y social en el que debe actuar, pero eso es algo que se conocía sobradamente cuando lo planteó.
En este ansiado retorno a la confrontación de ideas, a la aceptación de que nada puede reducirse a blanco o negro, de que hay coloraciones virtuosas por explorar, sería deseable ingresar a un nuevo tiempo en el que las razones recuperen su predominio sobre las emociones.
Así, entre mercado y estado sigue vigente el principio de subsidiariedad, surgido de la denominada Doctrina Social de la Iglesia, en la que el peronismo abrevó en sus orígenes.
¿De qué se trata ese principio? Podría resumirse en la noción de que el Estado debe ejecutar o gestionar una labor orientada al bien común cuando los particulares no la realizan adecuadamente, sea por imposibilidad o por cualquier otra razón.
Al mismo tiempo, alienta a que el Estado se abstenga de intervenir allí donde los grupos o asociaciones más pequeñas pueden bastarse por sí mismas en sus respectivos ámbitos.
La subsidiariedad dicta que la autoridad debe resolver los asuntos en las instancias más cercanas a los interesados. Por tanto, la autoridad central asume su función subsidiaria cuando participa en aquellas cuestiones que, por diferentes razones, no puedan resolverse eficientemente en el ámbito local o más inmediato.
Cuando los ciudadanos pueden alcanzar adecuadamente sus fines, las autoridades estatales son incompetentes para entrometerse en sus asuntos, y en caso que deba ser resuelto por la autoridad le corresponde hacerlo a la más próxima al objeto del problema.
Es mucho más que una teoría: el principio de subsidiariedad es uno entre los que se sustenta la Unión Europea, según quedó establecido por el Tratado de Maastricht, firmado el 7 de febrero de 1992 y después conocido como Tratado de la Unión Europea.
Su actual formulación quedó plasmada en la modificación consensuada en el Tratado de Lisboa desde el 1 de diciembre de 2009.
Ojalá que se esté inaugurando un nuevo tiempo de regreso a las bibliotecas, a los libros, al pensamiento, a la polémica, como prólogo del consenso, del entendimiento.
Muy interesante, si le gusta ahondar en temas de base revise decisiones de Luis XVI. sobre el nacimiento de la derecha e izquierda, no hay discusión ni secretos.